Después de nueve años como fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI), Luis Moreno Ocampo trabaja en un estudio de abogados en Nueva York pero dedica parte de su tiempo a la investigación académica y la enseñanza en las principales universidades del mundo.
Desde Viena, donde se encuentra dictando un seminario en la Academia Internacional Anticorrupción, el ex fiscal explicó por qué decidió dedicarse a la enseñanza y anticipó su nuevo curso Toma de Decisiones en Casos Internacionales, en alianza con la Editorial Perfil y la Universidad Siglo 21.
—¿Toma casos argentinos en su curso sobre corrupción en Viena?
—Son casos globales, pero explican tangencialmente lo que pasa en la Argentina. Por ejemplo, Siemens en 2008 confesó una práctica global de pagar sobornos que incluía pagos realizados en Argentina desde 1998 hasta 2007. La información sugiere que Menem y Corach habrían recibido varios millones de dólares. Algo similar ocurre con otro caso global que roza a la Argentina: la FIFA. La investigación en Estados Unidos identifica al ex responsable de la empresa Torneos como la persona que canalizaba sobornos a Grondona.
—¿Cómo se explica que cuando hay pruebas tan claras la Justicia no avance?
—El caso de Montesinos, que era responsable de inteligencia durante el gobierno de Fujimori en Perú, muestra cómo se puede utilizar el sistema de inteligencia para garantizar la impunidad. Montesinos filmaba las reuniones en las que ofrecía sobornos. Nos tomamos el trabajo de identificar a las personas que se conectaban a través de Montesinos y mostramos cómo funcionaba la red de corrupción, que incluía a miembros del gobierno y la oposición, jueces y policías. Como en la Argentina, el sistema penal garantizaba la protección de quienes tenían poder.
—¿Por qué decidió vincularse a la docencia?
—Viví como fiscal toda la transición democrática argentina desde el Juicio a las Juntas hasta la rebelión carapintada. Luego tuve el privilegio de participar en la puesta en marcha de la CPI. Tomé decisiones y observé decisiones en los conflictos más graves del siglo XXI, incluyendo Irak y Afganistán. Aprendí que las nuevas tecnologías están cambiando nuestra coexistencia. Nos comunican globalmente pero también nos pueden matar. Nos llevan a un mundo más primitivo, sin instituciones globales que nos protejan. El caso AMIA es una muestra. Quiero usar nuevas tecnologías educativas para llegar a millones de personas, para que puedan discutir los problemas que nos aquejan, que son locales y son globales. Quienes tienen 23 años nacieron después de la Guerra Fría, con la democracia argentina consolidada, con celulares y con internet como algo integrado a sus vidas. No saben quién fue Seineldín ni Suárez Mason, ni advierten los problemas que tuvimos para controlar la violencia de los 70, ni cómo adquirimos la deuda externa. Ellos tienen que desarrollar nuevas formas de coexistencia global que superen los problemas del pasado. Estuve haciendo investigación en la New York University, donde entendí más la relación entre la Justicia para crímenes internacionales y para relaciones financieras y comerciales, como la deuda externa argentina o el conflicto entre Uruguay y Philip Morris.
—¿Cuál fue su experiencia en Harvard y Yale?
—Acepté una invitación del Centro de Asuntos Globales de Yale, donde el General McChrystal, que lideró la guerra de Afganistán, tiene un rol importante. El Centro tiene una visión del orden global muy centrada en los intereses de Estados Unidos. Para ellos no hay temas institucionales que discutir: orden global es Afganistán, Estado Islámico y el conflicto de Israel, la economía china y la ayuda humanitaria. En Harvard doy un curso en el Centro de Derechos Humanos que lidera Kathryn Sikkink, autora de La cascada de la Justicia, un libro clave que muestra una evolución que empieza en Nüremberg, que se actualiza con el Juicio a las Juntas, la creación de los tribunales internacionales para la ex Yugoslavia y Ruanda, y el caso Pinochet, y que culmina con la CPI.
—¿Cuál es el nuevo rol que le asigna a la educación?
—A través de universidades y medios de comunicación quiero llevar el análisis de los cambios globales a un número masivo de ciudadanos. Quiero ayudar a la mayoría a entender cómo se toman las decisiones públicas que van a influir en sus vidas. Por eso estoy desarrollando un curso sobre esos temas con la Editorial Perfil y la Universidad del Siglo 21. La educación tiene un rol clave para las transformaciones sociales, aun cuando su impacto no sea inmediato.
—¿Y qué espera usted de la educación?
—Durante el Juicio a las Juntas me quedó claro el impacto de un profesor y la posibilidad de crear comunidades epistémicas. Luis Jiménez de Asúa se había exiliado de la España de Franco y encontró refugio en la UBA, donde se convirtió en el profesor de Derecho Penal y Criminología más importante de Hispanoamérica. Pero renunció cuando Onganía destruyó la autonomía de la UBA. Jiménez de Asúa murió en 1970, exiliado de España y exiliado de su querida UBA. Podía ser la historia de un hombre que había luchado toda su vida contra la tiranía y había muerto en la derrota. Pero en 1985, en la sala de audiencias donde se realizaba el Juicio a las Juntas, tomé conciencia de que Jiménez de Asúa había triunfado. Cinco de los seis jueces de la Cámara y el fiscal Strassera habían sido sus alumnos, y yo había sido alumno de Enrique Bacigalupo, su discípulo. Por lo menos uno de los defensores, Eduardo Aguirre Obarrio, también era su discípulo. Quince años después de su muerte, Jiménez de Asúa había aportado la educación de las personas que llevaron adelante el Juicio a las Juntas.
La educación va a liderar el cambio.