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promesas

Sueños de biblioteca

Biblioteca 20230916
Biblioteca | Unsplash | Clay Banks

El hombre propone y el azar (que algunos llaman Dios) dispone. Hará tres meses, por la mañana, estaba viendo, sentado en un sillón del living de casa y ya medio adormecido, las alternativas del partido de fútbol entre Argentina e Indonesia. Era tan aburrido que en un momento me levanté y fui hacia mi escritorio. Tres minutos más tarde, escuché el ruido de una caída. Un estruendo. Primero pensé que mi gata había conseguido lo que siempre buscó. Tirar la televisión al piso (uno de sus entretenimientos favoritos es apoyar las patas y empujar la pantalla cuando hay alguna película o programa). Pero yo había apagado la televisión. Fui hacia el living. Se había caído medio cielorraso, llevándose pegados los ladrillos abovedados o huecos o como se llamen. Bloques de cuatro o cinco kilos, algunos de ellos desparramados sobre el sillón. Agradecí que los rivales deportivos hubiesen sido los troncos indonesios. Un Argentina-Brasil o un Argentina-Francia me habría dejado seco, o al menos descerebrado.

Recuerdo de Vanasco

En resumen. Salí rajando de casa, por las dudas de que esa caída preanunciara un derrumbe total, y cuando gané coraje dejé que una cohorte de albañiles y techistas me hicieran la terraza a nuevo, atravesara vigas en cada parte construida, montara nuevos cielorrasos, etc. Y ahora vamos al punto. Lo único a lo que dediqué yo, de acuerdo a mis habilidades constructivas, fue a meter todos los libros de la biblioteca en cajas (setenta) para que el polvo de la demolición no se sumara al que naturalmente juntan en los estantes. Ayer, después de tres meses de andar yirando por departamentos del tamaño de supositorios diseñados para capítulos de Black Mirror (primero), y de esquivar mesas cerveceras por las calles de Palermo (después), empecé a desempaquetar y guardar ejemplares en los estantes. Le ahorro al lector el detalle de las consecuencias físicas: pura monotonía. Lo que quiero es dejar impresa en la mente del lector la idea de que toda lectura está hecha de olvido y descubrimiento.

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Sin anestesia

La primera caja que desarmé contenía el clásico popurrí de temas que forman parte del interés de alguien que escribe, mezcla de curiosidades eventuales, libros regalados, teoría de la música, ensayos críticos, psicoanálisis, filosofía, místicas varias, óptica (teorías del ojo y la mirada), catálogos, investigación periodística, historia... Por ejemplo, desempaqueté los diez tomos de la Historia Universal de César Cantú, que hará unos treinta años le compré usados a un kiosquero. Una edición preciosa, con láminas protegidas del paso del tiempo por papel manteca, que jamás abrí, quizá recordando el comentario malévolo de un escritor a quien le había revelado mi descubrimiento y que para enfriar mi entusiasmo me dijo: “Yo nunca los voy a leer, pero vos tampoco”.

Mientras empezaba a guardar esos tomos y otros tantos, me prometí  (sin la menor seguridad de cumplir esa promesa) que pasaría el resto de mi vida dichosamente tirado en la cama, leyendo  o releyendo mi biblioteca. Quizá el techo tenga piedad y tarde en caer de nuevo.