CULTURA
ENTREVISTA A LUIS GUSMÁN

Enseguida vuelvo

En "Avellaneda profana" (Ampersand), el escritor y psicoanalista recorre los años de infancia junto a su padre –imprentero y cantor de tango–, su madre –lectora espiritista– y sus abuelos. Los primeros libros en la biblioteca de Racing Club, las porciones de amor no correspondido y luego, una vez cruzado el puente, las librerías del centro, el encuentro con los intelectuales y su primer libro publicado, un éxito comercial que lo acompañará toda la vida.

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Personaje incómodo dentro de la literatura argentina, Luis Gusmán es uno de los últimos exponentes de una generación de talentos notable. | nestor grassi

Los bordes del cielo ostentan una tonalidad amarillenta, como de papel barato oscureciéndose al sol. El viento ardiente arrastra ligeramente un vaho centrífugo, olor del desierto tierra adentro. En la vereda, junto a la boca del subte, un sujeto encorvado arroja un puñado de maníes al nudo de palomas. Un niño, vestido con trajecito de algodón azul, montado sobre unos mocasines color cabaña, acaba de un bocado el helado de agua y tira el palito al suelo; aparenta unos cinco años. La mujer que lo arrastra exhibe senos prominentes y vaporosos cabellos rubios. Otro joven tripudo con cara de sueño, grandes orejas, mejillas encendidas por el alcohol, luce el extenso cabello lacio entubado por una banda elástica. Lleva camisa sport a rayas horizontales, fuma con rápidas pitadas un fino cigarrillo de color café. Entra en la librería, se escurre en la indefinición del deseo.

Luis atraviesa el local para ir en busca de un ejemplar de El frasquito. Ha quedado en encontrarse con una amiga y quiere regalárselo dedicado. Antes de salir, lo intercepta una mujer de cabellos oscuros y ojos de expresión ansiosa, indignada con la exhibición en vidriera de Monte de Venus, de Reina Roffé. Se pasa el revés de la mano por la cara áspera, la seca en el pantalón. Al hacerlo, la señora que ya había iluminado el contenido del negocio con las ondas de un radar siniestro, nota que su otra mano atenaza un librito incluido ese mismo día, junto a la revista Casos y la revista Killing, en el informe de censura que publica el diario La Razón. 

—Entrégueme ese libro y los demás ejemplares que pueda usted estar guardando. 

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A Luis lo recorre un espasmo de temor (débil, porque acostumbraba a reprimir el miedo). La mujer se mueve y cambia como el azogue. Su voz expresa una sincera preocupación: 

—Si se niega, tendré que llamar a la policía —exhuma de su cartera la credencial de la municipalidad, a la vez confía su pertenencia a la liga de Tradición, Familia y Propiedad. 

El librero escritor traga saliva. Responde con voz cautelosa, mesurada. Solo quiere saber cuál será el destino del libro

—Pregúntele a Medina. Cree que porque ahora escribe cuentos infantiles nos va a engañar. 

La señora se refiere a Enrique Medina y sus obras prohibidas: Las tumbas y Solo ángeles. La fragilidad toda cabe en ese instante.

(Horas después de ese encuentro, en el número 55 de la calle Atocha en Madrid, un comando ultraderechista abre fuego dentro de un despacho plagado de abogados laboralistas, matando a cinco de ellos y dejando heridas a cuatro personas. La matanza de Atocha quedará reflejada en los diarios argentinos al día siguiente. Los años de plomo. Es el 24 de enero de 1977. Es el cumpleaños de Luis Gusmán.) 

—¿Pensaste en escapar, en el exilio, como hicieron otros intelectuales?

—No, jamás. En realidad nunca tuve problemas más allá de la prohibición del libro. Si bien el ambiente estaba denso, yo no tenía esa sensación de vivir con miedo, quizás porque estaba loco. (Se incorpora, estira la osamenta hasta la biblioteca, extrae un volumen, grueso.) Mirá, en este libro me mencionan (pasa las páginas, busca la cita, lee en voz alta): “Escritores como Severo Sarduy, Manuel Puig y Luis Gusmán, famosos homosexuales, guerrilleros y drogadictos…”. ¡Y yo estaba indignado porque no era ninguna de las tres cosas! Lo que me dejaba tranquilo era que este libro es como la guía telefónica: están todos, y si tenían que matar a uno tenían que hacerlo con todos. Mirá (repite y me acerca el ejemplar. Se titula El mito peronista, de Roberto Aizcorbe, director de la revista El burgués y Cabildo), acá en el capítulo “Marxismo y homosexualidad” están  Pichon-Rivière, La Opinión, Crisis, el Che Guevara. Yo estaba convencido de que como no estaba metido en política, no me pasaría nada. 

En Avellaneda profana (Ampersand), Gusmán retrata su propia historia a través de distintos personajes con los que trenzó relación en cada momento de su vida, desde la infancia hasta la juventud y todavía, como diría Michel Leiris, a la edad de hombre. Gusmán, espécimen moldeado por dos lenguas durante la niñez: el tango del padre, el espiritismo de la madre. El abuelo, lector murciélago que leía y fumaba, fumaba y leía hasta la madrugada. Las letras de tango eran la geografía del barrio. Una topografía, una mitología. Su vida 2 x 4 entraba ahí, en ese rinconcito de Avellaneda.

Con los años, relata Gusmán en el libro, llegan la literatura y el amor a trozos, la pulsión extática del tránsito vital. Empecinado en introducir el océano en una botella, cruza el puente. Se instala en Lavalle y Pasteur, el departamentito que comparte con Osvaldo Lamborghini. Consigue laburo en una librería, se viste de flâneur. En esa atmósfera que contiene a la vida literaria, abre las glándulas perceptivas para devorarlo todo. Conoce gente (Roa Bastos, Puig, y así), toma café en Banchero y atiende en la librería, de 9 a 17 y de 21 a 24. Avenida Corrientes es su nuevo hogar. Todo al mismo tiempo: Fausto de Gregorio Schwartz, Hernández de su homónimo, Premier de Manuel Pampín. Era el momento en que las librerías eran además las casas de los dueños. Patrocinado por la bohemia, finalmente llega el debut con El frasquito (Ediciones Noé, 1973), que rápidamente se convierte en éxito de ventas: más de diez mil ejemplares en escasas semanas. 

—Es por eso que me prohíben, porque de pronto paso a ser conocido, importante en algún sentido. A Osvaldo (Lamborghini) en cambio no lo prohibían porque su libro no vendía. Cuando escucho gente que habla de las ediciones clandestinas de El Fiord (esboza una mueca)… no era así, circulaba entre un público con un prestigio absoluto, es cierto, pero minúsculo. 

—En ese sentido sos un caso raro. Entraste al campo literario con un hit, un bombazo en las ventas. Algo que otros escritores consiguen, si es que sucede, al promediar o al final de sus carreras. 

—Eso es lo que no entendió el Negro (Lamborghini). Yo arranqué con un libro que el mercado dictaminó de vanguardia. Y es bestseller, entonces yo no quería hacer como Enrique Medina, El frasquito II. Yo hice el proceso inverso. Cada vez que voy a dar una charla siempre es El frasquito esto, El frasquito aquello, y yo digo ojo que escribí otras cosas además. Ahora, por ejemplo, por primera vez me estoy animando a escribir unos poemas que juntos se van a llamar Ejercicios inútiles para abandonar la trama. Todo dedicado a amigos. 

—¿Generó incomodidad en tu proyecto profesional, si es que lo había, haber arrancado con un éxito comercial?

—Nunca me puse a pensarlo… Pero te diría que no, porque no me la creí, tal vez la influencia del psicoanálisis me ayudó; de lo que estaba seguro era que no quería repetirme. 

—¿Miedo al olvido tal vez? Digo: tu primer libro, un éxito rotundo. Tus otros libros no tuvieron una repercusión semejante.

—Miedo no sé, no creo. Como te digo, fue algo inesperado. Cuando saco en Sudamericana Brillos, Osvaldo (Lamborghini) me dice escribiste para el mercado. ¿Qué mercado? Si vendió 1.500 ejemplares, y estoy siendo generoso. Eso me dio la razón a mí. 

—Escribir para el mercado, tensión que atraviesa toda la literatura argentina. Pareciera ser que cuando un escritor vende mucho es crucificado por la crítica seria, por sus colegas. Ahora bien: ¿puede realmente un escritor saber cuándo está escribiendo para el mercado?

—¡Exacto! Eso mismo me pregunto yo. Y mi respuesta es que no creo que sea tan fácil escribir como Arthur Hailey o Stephen King… Pero escribir para el mercado en ese momento era publicar en Sudamericana. 

—Bueno, pero Sudamericana también había publicado a Néstor Sánchez, que no era justamente un escritor para el gran público, sino todo lo contrario.

—Es cierto. Mirá: yo me convertí en bestseller por azar. No creo que sea tan sencillo saber qué necesita el mercado y actuar en consecuencia siendo escritor. Podés hacer un cálculo respecto a un tips, unos temas, pero después que te salga… 

—Lo que sí salió fue “Literal”, que se financia con los derechos cosechados con El frasquito.

—Así es. La revista empieza a salir en 1973. Los que hacíamos Literal éramos tres: Osvaldo Lamborghini, Germán García y yo, pero sin Germán no hubiera habido revista, era el ideólogo. Osvaldo tenía su peso, sí, entonces lo que ocurre es que cuando (Ricardo) Zelarrayán quiere entrar a trabajar con nosotros, Osvaldo confabula para que no ocurra, porque había una disputa clara entre Lamborghini y Zelarrayán. 

Finalmente la intriga paranoica se vuelve sobre nosotros mismos. Nuestros días transcurrían entre la librería Martín Fierro y la pizzería Banchero, donde llegaba Osvaldo y me decía: Germán piensa bien, pero escribe con las patas; cruzaba para encontrarse con Germán, a quien le confiaba: Luis escribe bien, pero no piensa nada. En determinado momento me dice tenés que elegir, con Germán o conmigo, y así fue que sacamos un número más de la revista, y ya. A partir de ahí dejamos de vernos con el Negro… Era raro. 

—En la apertura de la reciente Feria del Libro de Buenos Aires, Guillermo Saccomanno encendió un discurso polémico. No quiero detenerme en él, solo en lo que concierne al mercado y al rol del escritor profesional. 

—Cada uno hace el ejercicio político que quiere, a mí gusta Sartre que renunció al Premio Nobel, pero mucho más me gusta Beckett que cobró y no fue jamás a retirar el premio. 

Yo no leí el discurso de Saccomanno, por lo que evito dejarme llevar por la cuestión más escandalosa, disruptiva que produjo ese discurso. A ver: todos hemos aceptado premios, el Konex por ejemplo, a él se lo dieron junto conmigo, o que nos edite Editorial Planeta… Como sea: me parece bien que se haya hecho la Feria. 

—De acuerdo. ¿Cómo te relacionás entonces con el proceso editorial, el adelanto, derecho de autor, liquidación, exhibición en librerías, presentaciones?

—No me interesa, ni me ocupo. Varios de mis libros se los di sin cobrar un mango a editoriales independientes. Ellos me mandan liquidación pero yo ni bola. 

—Tal vez ese desinterés tenga que ver con que no vivís de la escritura, te sustentás con ingresos que provienen de otro rubro. 

—Totalmente. Por eso entiendo al escritor profesional, que acá lo instala Puig… bueno, luego viene Ricardo (Piglia). Antes de trabajar como psicoanalista trabajaba en Salud Pública y antes como librero, entonces siempre tuve ingresos que me permitieron manejar cierta autonomía de las pagas como escritor. 

—¿Qué te sucede al darte cuenta que aquella vida literaria que supuraba la avenida Corrientes hoy ya no existe?

—Nada. No voy y listo. Ya no frecuento librerías, tal vez solo voy a Guadalquivir. Respecto a la avenida Corrientes… ¿Qué decirte? Me parece un horror lo que han hecho, porque podés modernizar, claro, pero hacelo bien.  De todos modos ya te digo: no lo vivo con nostalgia porque no soy nostálgico. No voy y punto. 

—¿Y dónde encontrás, si es que lo buscás, ese circuito de charlas e intercambio intelectual que tenías tan incorporado?

—Lo encuentro, como hacía Abelardo Castillo, sacando revistas. Eso es lo que ocurre con Conjetural. En la revista encuentro eso, con Eduardo Grüner, Jorge Jinkis, con otra gente. 

Pensá que la revista está por cumplir cuarenta años. Y después tengo la suerte de conocer gente más joven, amistades con editores y escritores jóvenes que me mantienen despierto, charlamos desde luego de literatura, pero por sobre todo la pasamos bien. 

—¿Cómo transitás el avance de la edad al tiempo que muchos de tus compañeros de vida van muriendo?

—Escribiendo. Me tuve que despedir de mucha gente que murió afuera: Oscar Masotta, Lamborghini, Puig, Carlos Gorriarena, todos muy amigos. Pienso en Zellarayán, Enrique Pezzoni, Ramón Alcalde; a Ricardo (Piglia) lo acompañé mucho los últimos anos.

—¿Pensás en el muerte?

—Como dice Gide: escribir es poner algo a salvo de la muerte. No, no pienso en la muerte. Más que la muerte pienso en el deterioro, que las capacidades cognitivas o físicas se vean limitadas. Para eso espero que mis amigos me puedan decir con toda honestidad mirá esto no va. Espero esa honestidad y severidad, así como yo lo soy con los otros. 

—¿Qué ocurrirá con tu biblioteca cuando mueras?

—No lo sé… Más que en los libros que hay en la biblioteca, pienso en los caballitos que colecciono, en los bastones que tengo acá (señala). Alguna vez pensé en donar los libros a la biblioteca de Racing de Avellaneda, pero quedó solo en eso: una idea. Lo que no quiero es cargarle nada a la familia, porque escucho cada historia. Lo que les digo a los míos es que cuando muera, el único que tiene prohibido acceder a mi biblioteca es Salvador Gargiulo, de la librería Club Burton, porque me va a robar todos los ejemplares (sonríe). Pero no es un tema que esté pensando. Además soy muy desordenado. Hace poco tuve que hablar en Malba sobre Córtazar. Tres veces ya compré Rayuela. Como no acomodo los libros, no los encuentro, entonces me resulta más fácil comprar otro ejemplar que buscar. Tengo como seis cajas de todo lo que publiqué y las notas que se publicaron sobre mí. 

Muchos me dicen que tengo que escanearlo, pero es un laburo que ni pienso. Perdí las cartas de Masotta, de Puig. Creo que hay escritores más confiados en la posteridad que yo. 

—Luego de cinco décadas como escritor, ¿cuál es tu historia con la literatura? ¿Tu relación con la escritura?

—Para mí la escritura debe ser verdadera, no logré todavía en ningún libro lo que yo llamo un acto ético, a lo Conrad con Lord Jim. Ahora tengo una novela que se llama Un día, una noche, que retrata cuando en 1977 se inunda la laguna de Mar Chiquita y queda todo el pueblo bajo el agua; en el 92 deciden que hay que volar todo lo que estaba abajo. 

Hicieron eso y dejaron solo el casino, pero también había que volar la iglesia. Entonces el cura dice de acuerdo, pero la vuelo yo a la iglesia, yo aprieto el detonador. Si eso no es Conrad, si eso no es un acto ético... Entonces la historia es esa. Yo escribo porque no puedo dejar de escribir, tengo como diez libros por salir, lo que me pasa en ocasiones es que extraño personajes que en mis nuevos libros no están. 

—En esa trama profesional, ¿te arrepentís de algo? 

—Quizás si el psicoanálisis no me hubiera tomado tanto... Vivo del psicoanálisis en el doble sentido: económicamente y también porque no podría vivir sin ejercerlo. Ahora tengo una economía que me permitiría no atender diez horas en mi consultorio, y sin embargo no lo puedo dejar. 

Quizá si me hubiese dedicado por entero a la literatura hubiera viajado más, lo que muchos escritores hacen.