En Argentina padecemos distintos tipos de crímenes cada vez con más asiduidad, no caben dudas. Pero además, y como si fuera poco, padecemos otra cosa: el relato del crimen, su espectacularización. No es algo nuevo, desde ya. En el periodismo ya lo inventó casi todo Natalio Botana en el diario Crítica. Allí, y durante la década del 30, las crónicas policiales empezaron a incorporar entre otras cosas el carácter episódico del folletín, el suspense, y tomaron algunas convenciones de la literatura. Todo eso hoy sigue vigente. Pero hay un elemento que presenta niveles cada vez más altos de exacerbación: el pathos del periodista. La sobreindignación. Quien comunica este tipo de hechos, y sobre todo en medios audiovisuales, es alguien cuya prioridad es cada vez menos informar y contextualizar, volver legible lo opaco, que ostentar una superioridad moral que aleccione a su audiencia. De algún modo, y como dice Juan José Becerra en Fenómenos argentinos, se trata de una actitud que reproduce la del tipo que está en su sillón clamando por soluciones finales, y en este punto la literatura, y en especial la novela negra, es una suerte de antídoto contra ese maniqueísmo moral que usualmente desemboca en el discurso de la mano dura. La experiencia literaria –escribió Horacio González en su libro sobre Roberto Arlt– pone el mal en nuestras vidas “y nos deja el placer de percibir la maniobra con que anula la facilidad de condenarlo”. Desde esta perspectiva, ¿no se puede entonces leer el auge que está teniendo la novela negra como una reacción contra los discursos conservadores que no dejan de propagarse desde el punto de vista geopolítico?
No los sabemos. Pero lo que está claro es que existe ese auge en buena parte del mundo, y Argentina no es una excepción; aunque con la particularidad de que acá parece tratarse más de “un boom de escritura que de consumo”, dice el escritor Horacio Convertini, que acaba de ganar otro premio en la Semana Negra de Gijón por su novela Los que duermen en el polvo. “Yo no estoy muy seguro de que todos los lectores de novela negra que hay en Argentina se desesperen por leer novela negra argentina, o sea, no sé si ahí hay un mercado tan fuerte”.
A esta opinión se suman otros editores, entre ellos Ricardo Romero, editor de Aquilina, quien también advierte un crecimiento en el interés de los escritores y en el de los editores por este tipo de literatura, pero no cree que ese aumento en la producción se esté traduciendo en un aumento de la demanda por parte del público lector. “El desafío que tenemos es lograr interesar al gran número de lectores de novela negra que hay en el país en la lectura de autores locales que incursionan en ese género. Eso todavía no lo hemos logrado”, dice.
Quizás una de las razones que explican ese desencuentro es que el lector argentino, a juzgar por los libros que tienen éxito en las ventas –los de Jorge Fernández Díaz, por ejemplo, o los de Guillermo Martínez–, suele preferir textos “que respetan la línea clásica, el enigma a resolver”, dice Convertini, y los escritores argentinos producen otro tipo de propuestas narrativas donde el énfasis no está puesto en la investigación, tal vez en parte por eso que señaló en alguna oportunidad Carlos Gamerro: que en este país la policía no suele ser quien resuelve, ni quien investiga, los crímenes, sino quien los comete. Por eso muchas veces los autores que se empeñan, a pesar de todo, en construir una novela de enigma tienen que conservar el verosímil de distintas maneras: o bien sitúan las ficciones fuera del país, como hace Guillermo Martínez en Los crímenes de Oxford, por ejemplo, o bien le encomiendan la investigación a un periodista, como hace Claudia Piñeiro en Betibú, o en todo caso le asignan ese rol a otro tipo de personaje que no tenga vínculo con ninguna fuerza de seguridad, como pasa en el caso del escritor Pablo de Santis, cuyos personajes suelen provenir del ámbito académico.
Pero lo cierto es que hoy una buena parte de la producción local se aleja, como dijimos, de ese esquema clásico y trata de explorar otros horizontes. En ese sentido, Ricardo Romero, quien junto con Sasturain conduce la colección Negro Absoluto, cree que lo más interesante de la novela negra que se está escribiendo hoy tiene que ver con una puesta en crisis de la idea de realismo. “No alcanza con denunciar el entramado salvaje de nuestra sociedad. Creo que eso pertenece a otros discursos, no a la literatura. Se trata de discutir con esa realidad, cuestionarla, incomodarla. Y para eso todo vale: desde poéticas revulsivas y líricas a épicas de mantel de hule”, dice, y agrega que eso hace que muchas veces se diluyan las fronteras entre los géneros. “Hoy tenemos muchas novelas que se pueden leer desde el policial, el terror, la ciencia ficción y el fantástico sin que necesariamente se agoten ahí”.
La hibridación genérica es, en efecto, un fenómeno que se viene advirtiendo en muchas literaturas del mundo. En el caso de Argentina, últimamente es bastante usual encontrar novelas que combinan el género negro con la ciencia ficción, y esto tiene, por supuesto, su lógica, en tanto todavía seguimos viviendo, por un lado, en un mundo que reproduce y exacerba algunas de las condiciones que le dieron origen a la novela negra —la marginalidad, la exclusión, la violencia, la corrupción—; pero también, y por otro lado, se trata de un mundo muy parecido al que imaginaron muchas de las fantasías cyberpunk del siglo pasado, donde la tecnología se capilariza en todos los aspectos de la vida humana. Entonces, si se quiere dar cuenta de la complejidad de este mundo, ¿por qué enfrascarse en uno u otro género? ¿Por qué no abrevar en ambas tradiciones?
Así lo hace, entre tantos otros, Marcelo Cohen, en uno de los relatos de La calle de los cines, su último libro, donde imagina un futuro en el que el delito se concentra en el robo de datos, información, depósitos financieros, y en ese contexto introduce un personaje que refrita un modo de delinquir obsoleto, para el que la “ciencia de la seguridad” ya no está preparada: el robo físico, face to face. El personaje principal, Darec, es un “agente de la reparación” que reparte lo robado entre esos pobres que han dejado de incurrir en el delito no por pruritos morales sino por algo más profundo: la pérdida del deseo, que es lo que viene a devolverles él.
Otro caso de cruce entre estos dos géneros también se da en El calígrafo de Voltaire, de Pablo de Santis, aunque el escenario en el que trascurre la acción no se sitúa en este caso en el futuro sino en el pasado: en plena época de la Ilustración, el autor urde una trama en la que combina una conspiración religiosa, muertes, enigmas, con fabricantes de autómatas, lo que lo acerca a ese subgénero de la ciencia ficción cuyas obras transcurren por lo general en la época victoriana, o previctoriana: el steampunk.
También, en esta línea, podría leerse La ciudad ausente, una novela ya clásica de Ricardo Piglia; la más reciente Cataratas, de Hernán Vanoli; o El último milagro, una novela en la que Horacio Convertini construye una trama policial a partir de una situación que roza –en el buen sentido, aclaremos– el disparate: en un Racing a punto de irse al descenso, el presidente del club accede a una nueva tecnología mediante la cual se pueden controlar los movimientos del número nueve del equipo desde la tribuna, como si fuera un jugador de PlayStation, y el problema se suscita cuando el ahora devenido crack quiere irse a jugar a Europa: ahí se entrecruzan los intereses del jefe de la barra brava y el director técnico, entre otros, y a partir de ese cruce Convertini explora un tema en cierto modo subrepresentado en la novela negra argentina, si tenemos en cuenta la gravitación que tiene en la sociedad y en los medios: la violencia en el fútbol. Los únicos antecedentes cercanos que pudimos rastrear son El asesinato del wing izquierdo, de Jorge Fernández Díaz, y la novela Morir en offside, donde Sergio Sinay –uno de los pioneros del género negro en la Argentina de los 70, junto a José Pablo Feinmann, Juan Martini y Osvaldo Soriano, entre otros– plantea una trama que gira en torno de las mafias del fútbol y la corrupción de algunos dirigentes que formaron parte de la última dictadura; aunque lo que en realidad le interesaba, según cuenta, era trabajar con el tema del desarraigo, la amistad y el destino de los ideales. “Es decir, que si un día imaginario y utópico el fútbol se limpia de las mafias, la novela siga viva por sus temas esenciales y no coyunturales”, dice, y considera que el género negro en el país adolece en muchos casos de “oportunismo”. “La Argentina es generosa en materia de corrupción y violencia y hay una tendencia a ir ahí sin metáfora ni simbolización y con bastante desprolijidad y pobreza en la escritura”, dice. “Si bien es cierto que la novela negra fue siempre un género realista por excelencia, en los mejores ejemplos y autores está presente el espíritu de la tragedia. Eso ha desaparecido y aplana los textos. Creo que son, en su mayoría, novelas que van a morir con la coyuntura y con la época”.
Tal vez para evitar alguna polémica, Sinay no da ejemplos sobre esos textos en los que advierte desprolijidades y alguna dosis de “oportunismo”, pero no es muy difícil rastrearlos. Hace poco, y en plena efervescencia del #NiUnaMenos, salió una novela que le da voz a un femicida y tuvo, por supuesto, sus cinco minutos de fama. Digamos que la notoriedad duró hasta que empezó a leerse y advertirse, en consecuencia, la insustancialidad que se ocultaba tras la supuesta transgresión, como pasa también con tantas otras novelas.
Pero retomando el eje de la nota, además del fenómeno de hibridación con la ciencia ficción –o con el western, en el caso de la escritora Mariana Travacio–, en la novela negra argentina todavía sigue vigente la tendencia a situar las ficciones en escenarios marginales y construir personajes relacionados de un modo u otro con el mundo del hampa. En esta línea uno podría ubicar los textos de, entre otros, Leonardo Oyola, Juan Carrá, Gabriela Cabezón Cámara o el menos conocido Lucas Gómez Cano, que escribió una novela muy interesante que se llama La mirada del hampón.
Por último, también se podría señalar una curiosidad, que quizás en algún momento se confirme como tendencia: la de aquellos que han incurrido en el mundo del delito y después se retiran a escribir sus memorias, género que en estos casos se puede leer en clave de novela negra. Hace unos años lo hizo Pedro Palomar –el tipo en el que se inspiró Ricardo Darín para construir su personaje en Nueva reinas– en Mi vida como ladrón. Recientemente también sacó su libro Luis “el Gordo” Valor, quien amenaza con seguir escribiendo. En otros países más “serios”, como les gusta decir a los periodistas, las memorias las escriben los presidentes que terminan sus mandatos; acá, los que se cansan del afano. Argentina, al menos en materia de escritura y delincuencia, es un país que le da oportunidades a todes.
Abrir la puerta para ir a jugar
En principio, creo que la narrativa nacional no ha tenido el derrotero marcado por otros países de la región en los que la gran narrativa tomó prestado el corset del género negro para profundizar con eficacia en sus demonios, como pudieron hacerlo Roberto Bolaño o Rodrigo Rey Rosa. Tampoco generó particularidades como la narco-novela mexicana. Si no fuera por la voz villera o marginal y el incremento de la cultura pop utilizada por autores como Leonardo Oyola, que abrió la puerta para ir a jugar, diría que nuestro país cultiva un género negro bastante conservador, por lo menos hasta ahora. El ejercicio del género planteado por Ricardo Piglia puede haber generado una legión de grandes lectores o al menos de lectores lúcidos –no me consta– pero no generó escritores lúcidos a la hora de romper moldes. Recién en los últimos años comenzaron a aparecer nombres que habrá que seguir de cerca para ver si terminan en ejecutantes fallidos o en conquistadores de nuevos espacios. En tanto, el falso boom se llena también, como siempre, de Exploitation.
También es cierto que, teniendo en cuenta la pauperización cultural que demostramos como país a la hora de abordar nuestra realidad política o de saldar las deudas de la historia, difícilmente pudiera utilizar nadie ningún género para articular nada, salvo el grotesco.
Con respecto al género en otras latitudes, creo que Estados Unidos tiene una serie de autores, dentro de lo que se menciona como rural noir o noir marginal, que saben cómo combinar la musicalidad oral, el gótico americano y la crítica al momento histórico y político. Japón sigue siendo la principal factoría del mundo en cuanto a la literatura negra y sus decenas de subgéneros, mientras que Corea despunta en cuanto a su cine.
En relación con la novela negra nórdica, cuando se habla de boom suele haber mucha desinformación: a nuestro país no llega ni la mitad de lo que se traduce al castellano y, del porcentaje que llega, son muy pocos autores los que marcan una diferencia, generalmente amparada en la suerte y en el marketing, desplazando a nórdicos que sí valen la pena.
*Damián Blas Vives. El autor dirige el Centro de Narrativa Policial H. Bustos Domecq de la Biblioteca Nacional.