Según la célebre definición de David Viñas sobre El matadero, de Esteban Echeverría, la literatura argentina comienza con una violación. Ese texto inaugural puso en escena los enfrentamientos entre unitarios y federales, y a la luz del desarrollo histórico posterior no presentó un caso aislado sino lo que se revelaría como una constante: la violencia política como tema de creación y de interrogación en los escritores nacionales. Mientras la última dictadura militar constituye en sí misma una zona temática reconocible, la literatura argentina contemporánea también procesa, entre otros acontecimientos, el robo del cadáver de Eva Perón, la muerte del ex presidente Aramburu, la experiencia de las organizaciones armadas en los años 70 y la crisis de 2001.
Si la violencia sanciona el predominio de la acción sobre los discursos, la literatura podría ser leída como una forma de restablecer el diálogo y las preguntas allí donde solo hablaron las armas y las prácticas criminales. como si la ficción fuera una forma de procesar los traumas de la historia. No son solo los hechos los que retornan sino también aquellos que no llegaron a concretarse pero perduran como aperturas para la imaginación. El atentado que planeó el Ejército Revolucionario del Pueblo contra el dictador Videla en 1977, por caso, no llegó a realizarse pero sigue proyectándose en el imaginario de los escritores, como puede leerse en Confesión, la reciente novela de Martín Kohan.
La pandemia y el cierre de librerías durante la primera mitad del año le restaron difusión al relanzamiento de Timote, la gran novela de José Pablo Feinmann sobre la ejecución de Pedro Eugenio Aramburu. La excusa inmediata para la reedición fue el aniversario del hecho, anunciado el 1° de junio de 1970 en un comunicado de Montoneros “al pueblo de la Nación”; el motivo profundo, la revisión de un episodio que “aún se prolonga, está vivo”.
El dedo en la llaga. La historia de la violencia reciente en Argentina podría ser contada a través de las ficciones que las abordan: el golpe militar de 1955 como trasfondo de Ensenada. Una memoria, de Leopoldo Brizuela (2018); el secuestro del cadáver de Eva Perón en un célebre cuento de Rodolfo Walsh y una crónica de Tomás Eloy Martínez (ver aparte); la insurgencia revolucionaria en Los pasos previos de Francisco Urondo; los primeros ensayos del terrorismo del Estado en La pasión según Trelew, la crónica, también de Tomás Eloy Martínez, sobre el asesinato de 16 guerrilleros en la base aeronaval Almirante Zar.
La única novela de Urondo, según una definición de Ángel Rama, presentó “la historia –fiel, sumisa, leal, cotidiana– de la incorporación del equipo intelectual latinoamericano a la lucha revolucionaria”. La historia comienza y termina en el mismo punto, el edificio de la Jabonería de Vieytes. El sitio donde según la tradición los patriotas de 1810 prepararon la Revolución de Mayo sería un mojón para la “segunda independencia” que postulan los revolucionarios del presente. Entre otros episodios, la ficción reconstruye los atentados con explosivos a los supermercados Minimax –acción inaugural de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, aunque no reivindicada– y los asesinatos del periodista Emilio Jáuregui en una manifestación callejera y del sindicalista Augusto Vandor, en 1969. Álvaro Abós llevó también ese episodio a la novela, con los interrogantes nunca respondidos sobre su trama y con la ficción como posibilidad de despliegue allí donde la historia no tiene respuestas, en Cinco balas para Augusto Vandor (2005).
Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, enseñó que “un uso político de la literatura debe prescindir de la ficción”, según Ricardo Piglia, pero esa línea parece más bien desdibujada en la producción reciente, y particularmente, entre otros casos, en Timote, donde Feinmann reivindica la ficción como instrumento privilegiado para la comprensión del acontecimiento histórico.
Feinmann imagina diálogos entre Fernando Abal Medina, Mario Firmenich y Aramburu, pero según plantea la ficción tiene un efecto de revelación que se impone a los pretendidos documentos, como la versión montonera sobre el secuestro, publicada por la revista La Causa Peronista. La pregunta sobre los orígenes de la violencia política atraviesa la novela entre el thriller y el ensayo y se proyecta hacia el presente: “Donde hay tanto odio no puede haber cenizas sino fuego, un fuego que todavía quema, que todavía hiere, o mata”. La ficción es el “único verosímil”; las distorsiones, las falacias, los delirios persecutorios, están en los discursos oficiales y en las versiones periodísticas, representadas por la portada de la revista Gente que dio por muerta a Norma Arrostito cuando estaba todavía con vida en la Escuela de Mecánica de la Armada.
“El acontecimiento Aramburu”, como lo llama Feinmann, sería una cifra en doble sentido: es un episodio que condensa el ciclo de violencia inaugurado con el bombardeo de aviones de la Marina sobre la Plaza de Mayo en junio de 1955 y al mismo tiempo una clave que no termina de revelarse, que se vuelve paradójicamente más compleja y escurridiza cuanto más se la interroga. Los jóvenes montoneros tienen ante sus ojos el fusilamiento de Juan José Valle por la autodenominada Revolución Libertadora; si es “difícil que estas heridas cierren”, como dice el narrador de Timote, la función de la literatura sería reavivar la llaga, contar lo que configura una tragedia, “no una historia con buenos y malos”.
Las memorias en danza. “Descansar en paz”, un cuento publicado por Bernardo Kordon en 1984, fue uno de los primeros intentos de tratar desde la ficción el problema de los desaparecidos durante la última dictadura cívico-militar. La narración refiere a la experiencia real de una madre que recibió los restos de un NN en un ataúd y que por orden de los militares que lo entregaron debió tener en su casa, aunque finalmente descubrió que no se trataba de su hijo desaparecido y que ignoraba a quién pertenecían esos restos.
Los relatos sobre el pasado no están dados de una vez para siempre sino en permanente debate, y la ficción ocupa un lugar central en ese marco. La Operación Gaviota, como se conoció al plan del ERP para atentar contra el dictador Videla en Rosario, fue evocada ya por Eduardo Sguiglia en la novela Los cuerpos y las sombras (2014). La ficción confronta a dos antiguos militantes, y a través de su conversación se reabren las cuestiones y los debates pendientes en el pasado, la valoración de las víctimas y de los sobrevivientes, la comprensión histórica de la lucha armada. “Yo me pregunto si ahora, después de tanto tiempo, vale la pena saber o discutir lo que ocurrió en aquellas circunstancias”, dice uno de los personajes, pero los interrogantes y los aspectos aun no resueltos son más fuertes que las dudas. Las experiencias políticas de los años 70 son observadas de modo crítico por el protagonista de El grito (2004), de Florencia Abbate, en contraste con el militante que trata de promover acciones en medio de la represión de diciembre de 2001 y la caída del presidente Fernando de la Rúa. El relato registra la convulsión de aquellos días y a la vez apunta al período menemista.
Por qué escribir sobre la dictadura era una pregunta ingenua, decía Leopoldo Brizuela, pero la respuesta debía ser explicitada justamente para desmontar la obviedad. Si la política quiso dar vuelta esa página de la historia, como todavía puede escucharse en algunos de sus voceros, la literatura reciente vuelve una y otra vez para señalar distintos aspectos del terrorismo de Estado: La mujer en cuestión (2009), de María Teresa Andruetto, construye un relato coral sobre la sobreviviente de un centro clandestino; El colectivo (2007), de Eugenia Almeida, desplaza el ángulo de observación a un pueblo del interior y a la gente llamada común; Dos veces junio (2002), de Martín Kohan, recorre los infiernos de la represión ilegal, la tortura y la guerra de Malvinas.
“En las situaciones de maldad absoluta, la realidad se nos impone brutalmente y nos obliga a recurrir a la ficción. ¿La infamia puede ser recordada en la serenidad?; ¿la dictadura militar será alguna vez recordada en la serenidad?”, se preguntó Carlos Chernov en el Segundo Encuentro Argentino de Literatura, en Santa Fe, como un eco de las cuestiones que él mismo enfrentó al escribir La pasión de María (2005), una novela sobre la militancia y los centros clandestinos de detención de la dictadura.
En La casa de los conejos (2007), otro libro de referencia sobre la violencia política en los 70, Laura Alcoba rememoró su infancia y la militancia clandestina de sus padres, ambos integrantes de Montoneros, en una casa de La Plata en la que vivió también Diana Teruggi, víctima emblemática del terrorismo de Estado. Detrás de la pantalla de un criadero de conejos funcionaba una imprenta del periódico Evita Montonera; Alcoba y su madre abandonaron el lugar después de que Diana Teruggi diera a luz a Clara Anahí Mariani, una de las bebés desaparecidas bajo el terrorismo de Estado.
Alcoba escribió la novela en francés; el título original, Manège, calesita o carrusel, “evoca el movimiento de la memoria, esos recuerdos que giraron sobre sí mismos en mí como una calesita obsesiva”, explicó. No obstante, su horizonte era el de una novela, que la historia auténtica pudiera ser leída como ficción para que el lector se la apropiara.
El movimiento de la memoria, y sus obsesiones, es también uno de los ejes de Campo de Mayo (2019), la última novela de Félix Bruzzone. El protagonista se muda a un barrio vecino del lugar donde funcionó el centro de exterminio del Ejército y donde justamente desapareció su madre. Fleje, el personaje, tiene el hábito de correr por los alrededores y ese movimiento ante un centro en el que se instala el vacío de la desaparición –a veces circular, a veces en zigzag, a veces en una especie de recta– puede replicar el mismo intento de la escritura en sus búsquedas ante la falta de certezas.
Según la nomenclatura habitual, Campo de Mayo sería un lugar de memoria. El personaje de Bruzzone lleva ese concepto a un límite: él mismo, al correr, descalzo, no solo se instala en el espacio donde transcurrió el cautiverio sino en el cuerpo de su madre desaparecida. Cuando habla de la violencia, la literatura no apacigua el conflicto; en todo caso, permite observar los factores que lo provocan, comprender sus determinaciones, seguir sus efectos.
Memoria y olvido
“Ciertas ideas al uso sobre el golpe militar, aunque bien intencionadas, me parecen casi candorosas: ‘Debemos hacer memoria’, se dice; como si la memoria, al menos para los que vivimos en esos años, no estuviera ya hecha en cada uno de nosotros. El contenido axiológico que tienen esos recuerdos sigue aún hoy determinando nuestros actos y, por supuesto, nuestros escritos. Habría, mejor dicho, que rehacer memoria. ¿Por qué escribir la dictadura? Es otra pregunta igualmente ingenua. Pero ¿cómo no escribirla? Escribimos, eso sí, para terminar de dejar de obedecerla; para recordar, claro, pero para recordar distinto. Y para ver, por qué no, como al fin confiesa la novelista Laura Alcoba, para ver, digo, si, sin dañarnos, empezamos a olvidar un poco” (Leopoldo Brizuela, “Literatura y dominación”, intervención en el Segundo Encuentro de Literatura Argentina, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe).
Eva Perón, en dos versiones
Entre fines de los años 50 y principios de los 60 Rodolfo Walsh entrevistó al coronel Carlos Eugenio de Moori Koenig, jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército, uno de los responsables del secuestro y desaparición del cadáver de Eva Perón. El paradero del cadáver era un misterio desde 1955, cuando fue retirado por el propio Moori Koenig del edificio de la CGT, donde se encontraba. En la entrevista el militar apenas proporcionó referencias difusas al respecto: “está enterrada en un jardín”, “parada como Facundo”, etcétera. El contacto parece haberse dado a raíz de la investigación de Walsh sobre el asesinato del abogado Marcos Satanowsky, que involucró a agentes de inteligencia.
Walsh no escribió una crónica, ni transcribió la conversación como una entrevista convencional, sino que la tomó como base de Esa mujer, uno de sus cuentos más conocidos. Su investigación había fracasado en términos periodísticos (ya que no pudo averiguar el paradero del cadáver de Eva), pero tampoco podía ser una ficción en el sentido convencional, aunque el relato se publicó en Los oficios terrestres, un libro de cuentos. La figura de Moori Koenig se desdibuja en un personaje mencionado solo como “el coronel”, pero Walsh pareció preocupado por restar el estatuto de ficción: en una nota preliminar aclaró que la conversación reproducida en el cuento “es, en lo esencial, verdadera” y refiere a un episodio histórico “que todos en la Argentina recuerdan” y por eso no explicita, para apelar a la lectura en clave histórica y política.
La búsqueda formal de Walsh retorna en La tumba sin sosiego, la crónica donde Tomás Eloy Martínez relata las entrevistas que sostuvo en 1989 con el coronel Héctor Eduardo Cabanillas, también del Servicio de Inteligencia del Ejército. Si Walsh presenta una ficción elaborada con un procedimiento de investigación periodística, Martínez apela a procedimientos de ficción para escribir su investigación en el registro de la crónica.
La tumba sin sosiego cuenta, finalmente, lo que Walsh no pudo averiguar: la odisea del cadáver de Eva Perón, el sitio donde estuvo escondido, las personas que intervinieron en el ocultamiento. Cabanillas revela cómo lo sacó de la Argentina y lo tuvo en un cementerio de Milán hasta 1971, cuando lo devolvió a Perón. El relato reconstruye la escena del diálogo, en un edificio de la calle Venezuela, en Buenos Aires, con el trasfondo de una agencia de seguridad privada, durante unos días de persistente lluvia, y la figura de un militar que llega al final de su vida con achaques de la edad, la frustración de no haber sido general y de no haber podido concretar ninguno de sus intentos de asesinar a Perón y el supuesto deseo de exponer el secreto que guardó durante años. El relato de Cabanillas es por momentos dudoso y manifiestamente falso, pero Tomás Eloy Martínez logra desprender, de ese discurso paranoide y fabulador, un resto de verdad que ilumina el acontecimiento histórico.