Naciones, fronteras, soberanías… Estas y otras palabras vinculadas a la idea de país atraviesan, en lo que va del siglo XXI, una crisis profunda y acaso sin vuelta atrás, jaqueadas por la globalización que, auxiliada por internet, avanza con más fuerza que nunca. Sobre todo en lo que popularmente se denomina “Occidente”, el sujeto “ideal” de nuestra época, el que vende la publicidad, el que los medios presentan como canchero y exitoso, es prácticamente el mismo, independientemente del lugar de mundo en el que viva, de dónde haya nacido. Una pátina internacionalista cubre desde el arte hasta el consumo cotidiano, como si aquello que diferencia a un país de otro (y a su gente) no tuviera relevancia. La uniformidad también reviste las clases sociales: el rico y el pobre pueden llegar a verse increíblemente parecidos entre sí, porque las modas, antes muy diferenciadas de acuerdo a las posibilidades económicas y al nicho etario, se van amalgamando con imitaciones baratas de prendas de grandes marcas y grandes marcas absorbiendo usos callejeros e incorporándolos, tuneados y con mejor calidad, a sus colecciones. Como para muestra basta un botón, pensemos en la ropa deportiva o las filosas uñas de trapera, utilizadas tanto por mujeres de recursos cuantiosos como Laly Espósito o Nathy Peluso como por cualquier ciudadana de a pie, quien, aun precarizada, logra reunir la suma necesaria para lucirlas un tiempito. El político, a su vez, puede exhibir el mismo corte de pelo que un pibe de barrio, o la misma remera, y hasta hablar como él, ¡o peor!
“En el mismo lodo todos manoseados”, decía, visionario, Discépolo, graficando poéticamente una mescolanza universal en la que la idea de identidad fue orientándose hacia otros horizontes… La bandera que se izó cuando uno iba a la escuela pesa mucho menos que antes, los escudos y escarapelas no le importan a nadie. A veces pareciera que los países, tal cual los conocimos, están pasando a reserva.
Son raros, entonces, los momentos en los que el olvido del acervo cultural de un pueblo no copa la parada, no lo recubre todo, y el mundial de fútbol es, por supuesto, uno de ellos, cada vez menos frecuentes y, por tanto, cada vez más cercanos al milagro. El mundial de fútbol separa nacionalismo de fascismo y la bandera se besa con pasión; el amor por lo propio se vigoriza, renace sin recaudos ni vergüenza. El Mundial hace que hombres, mujeres, niños, gays, lesbianas, no binarios, privilegiados y carenciados estén pendientes de lo mismo, hermanados por el deseo unánime de traer la Copa. Es el momento en el que incluso las grietas derivadas de la política quedan casi suspendidas, al igual que las distinciones entre porteños y gente del interior, intelectuales y ágrafos.
En el campo de deportes del colegio en el que hice la primaria, Alvarado, un simpático y esmerado profesor de gimnasia amante de la pacificación, nos hacía cantar, después de cada partido de hockey, fútbol, vóley o lo que sea que jugáramos: “Ganamos, perdimos, igual nos divertimos”. Ante un estado de cosas como el de ahora, en el que la disolución de los países en el magma de la globalización ya no parece tanto una distopía como un futuro posible, creo que Alvarado reformularía la letra y, después de cada partido de la Selección, nos haría cantar algo así como: “Ganamos, perdimos, pero fuimos argentinos”.