DOMINGO
LIBRO

Show e impunidad en la justicia

Jueces pragmáticos que saben para dónde sopla el viento.

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Jueces Rockstars. | cedoc

Nuestra Constitución concibe un juez ideal. Supone que es un fiel custodio de las cláusulas de la Carta Magna y por ello un garante de los derechos de los ciudadanos. Los fundadores pensaron en un juez atento a los problemas y con suficiente libertad para aplicar la ley sin mirar a la importancia de los destinatarios. En definitiva, la Constitución quiere que trabaje en paz y sin presiones. Hay muchos jueces que cumplen a rajatabla ese paradigma. 

Pero hay otros que no. Me voy a ocupar de un subtipo del tipo de los jueces malos. El “juez rock star”, que es el magistrado que busca notoriedad y no justicia. A veces puede impartir justicia, pero no es el objetivo principal.

El “juez rock star” no tiene que ver necesariamente con una cuestión de personas. Es un concepto; es decir, una forma de ejercer el cargo de juez. Y ese modo no cayó desde el más allá. Es un producto social y es el resultado de una trama cultural que lo hace posible. Sus efectos para la vida pública son nefastos, porque en nombre de la Justicia corroe desde adentro la estructura democrática. 

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El principio básico de sus acciones es la búsqueda de notoriedad. Las características del “rock star” son sencillas. Se trata de un juez de escasa solvencia técnica, que se apropia del cargo público para usarlo en su favor, aunque sabe que en verdad es fiduciario de los ciudadanos. Está dispuesto a tejer las alianzas que fuesen necesarias para buscar la aclamación con actores públicos o privados. Es consciente de que a través de la desmesura puede crear de facto leyes y él mismo aplicarlas. Supone la privatización del servicio público de justicia, porque significa el paso del gobierno de la ley al gobierno de los hombres. 

Su principal fuente de alimentación es la debilidad de las instituciones. Esto quiere decir que avanza porque otros actores no cumplen con sus roles y porque sabe que a veces, torcer o no cumplir con los reglamentos no genera consecuencias. En su carrera son muy importantes las renuncias de actores sociales que no ejercen los remedios a su alcance para que el juego de la Justicia sea, como lo plantea la Constitución, un juego colectivo a través del que los actores institucionales, cada uno desde su perspectiva, busca una solución justa.

Este tipo de jueces tienen las mismas protecciones que los que imaginaron los constituyentes. Pero las usan de un modo no previsto por la ley, ya que buscan aclamación popular. En sus manos, las prerrogativas del cargo se transforman en privilegios personales, que los blindan de cualquier intento de remoción porque ello equivale a “atacar la autonomía judicial” Irónicamente, las previsiones de la Constitución para que los jueces la custodien se vuelven en contra de la propia Carta Magna.

Los usos hipócritas de dichas garantías constitucionales generan la estabilidad de este tipo de magistrados. Su trabajo se vuelve funcional a formatos políticos que, aunque formalmente se inscriban en un régimen democrático gobernado por la ley, se mueven en la realidad como arreglos políticos inestables anclados en precarias coaliciones coaguladas en derredor de objetivos inmediatos y contingentes. Volveré sobre ello en otro capítulo.

En gran parte ello explica por qué algunos magistrados tienen vocación por el oficialismo político. Básicamente, porque la fragilidad de las instituciones se ve reemplazada por lealtades personales que, casi siempre, tienen que ver con quien detenta el poder de turno. El juez que busca notoriedad se alimenta de la aclamación para legitimarse. Pero hay dos fuentes de legitimidad. Una que está prevista por la Constitución y otra no. En el primer caso, se trata de los ciudadanos de a pie que perciben justicia a través de sus decisiones. La clave aquí es el grado de aceptación de la resolución. La otra puede ser el resultado de prolijas alianzas que redundan en protecciones que obturan su remoción y le garantizan permanencia. 

En la jerga judicial se conoce a esta fuente como el “blindaje”. Significa que cierta notoriedad vuelve al juez intocable por un tiempo precisamente por su notoriedad. La dinámica es circular. La notoriedad equivale a la desnaturalización del cargo, pero los efectos de esa notoriedad que suelen favorecer a importantes sectores son los que los vuelven intocables.

No es factible hacer una lista de prácticas para describir a este tipo de jueces. Basta con afirmar que se caracterizan por el pragmatismo. En su afán por el reconocimiento hay espacio para fallos contradictorios, desigual aplicación de las normas frente a casos análogos, instrumentalización de la ley, espectacularidad desproporcionada y toda una multiplicidad de prácticas guiadas por objetivos inmediatos y que pocas veces se vinculan con el espíritu constitucional. 

Casi siempre cuando nos topamos con estos jueces, vemos que desnaturalizan los códigos procesales. El “juez rock star” elude las formas o las tuerce. Por ejemplo, cuando necesitan un informe pueden enviar una simple nota o pueden allanar una oficina pública. En este caso, se sirven de la policía y realizan la requisa en horarios clave, como el mediodía o cuando cae la tarde, que son los horarios centrales de las noticias. Este tipo de magistrados generan un hiato entre la espectacularidad de un procedimiento y su eficacia técnica. Concretamente se plantean objetivos sencillos, pero se utilizan medios desproporcionadamente más fuertes. Podemos ver por televisión espectaculares operativos para detener a personas que, si el fin era recibirles declaración, se las podría haber citado. 

Lo relevante es que el espectáculo judicial genera una amplia gama de recursos simbólicos a través de los que la representación del caso puede ser diferente de los datos que concretamente integren el expediente. A ese fenómeno se lo conoce como “juicios paralelos”. 

Los “juicios paralelos” poco tienen que ver con los reales. Parece un juego de palabras, pero no es así. Juicios que no deberían existir, existen solo porque tienen un trámite paralelo y que transcurre por los medios de comunicación masiva, más allá del expediente. Los “juicios paralelos”, entonces, tienen que ver con el divorcio que se produce entre lo que el juez hace y lo que el juez dice. La característica más importante, es que el foco de atención se ve desplazada del hecho a la persona. Esto es muy importante.

La representación social que deriva del espectáculo judicial hace de soporte para que el expediente real sobreviva, más allá de que no haya razones técnicas que lo justifiquen. El precio en términos de vida pública es muy alto, porque los derechos se transforman en meros recursos de los magistrados. Pero lo concreto es que la expectativa pública prolonga a menudo algunos juicios y esa misma expectativa es la notoriedad que el juez necesita y además provoca. El sujeto pasivo de esta dinámica es una persona de carne y hueso que es literalmente triturada en términos personales y jurídicos.

Una vez escuché un diálogo que grafica bien esta peculiaridad. Un abogado en la mesa de entradas le planteaba al empleado de un juzgado que la causa no debía seguir en trámite porque no había elementos que justifiquen su trámite. El abogado decía: “Perdón doctor, pero me parece que no hay pruebas que justifiquen mantener la causa abierta”. El funcionario judicial le contestó, “Puede ser. Pero con semejante trascendencia pública, el juez no puede cerrarla ahora. Quizá aparecería sospechoso”. Aquí yace la relación entre los “juicios paralelos” y los reales.  

Las fuentes de legitimación del “juez rock star”, como insinué, son infinitas. En última instancia, dependen de su imaginación porque uno de los rasgos distintivos de este tipo de magistrados tiene que ver con que no reconocen la autoridad de la Constitución a la que le prometieron fidelidad. Sus actos están atados básicamente a los deseos. Repasemos otros senderos que suelen recorrer y que tienen que ver con el uso de la vergüenza. 

En casos de alta resonancia pública, los medios de comunicación masiva ponen la lente en puntuales casos judiciales. Sobre todo, el día en que se tiene que producir un acto trascendente, como una declaración de un imputado con capitales políticos y simbólicos importantes. En esos momentos se produce una marcada tensión entre la necesidad de saber qué tienen los medios de comunicación masiva y la solemnidad del acto judicial que, en tanto acto atado a formas previstas por la ley, tiene tiempos diferentes a los mediáticos. 

La reacción del juez que pensaron los constituyentes sería la de subordinar los tiempos de los medios a los tiempos de la Justicia, porque él debe respetar primero el proceso y luego dar a conocer lo que se pueda sin afectar la investigación. Pero el “juez rock star” reacciona diferente. 

Ello es así porque tiene la necesidad de hacer jugar esas dos temporalidades en su favor. Hace algunos años, sin la revolución comunicacional actual lo sufrí en carne propia. Mientras se desarrollaba un acto procesal de vital importancia para una investigación muy importante que fue conocida como “sobornos del Senado”, el juez simuló un llamado telefónico importante y fuera de la sala de audiencias improvisó una informal charla con periodistas a quienes les anticipó que la diligencia en curso daría un resultado negativo. Desinfló una prueba antes de que se produzca.

Decía que en la tensión entre los tiempos de los medios y los tiempos de la Justicia, el “juez rock star” los usa para sí ¿Cómo lo hace? Por ejemplo, mientras la declaración de una persona en la que los medios están interesados transcurre, se produce en el marco de un hermetismo lógico. Esa chance es muy importante para este tipo de jueces. A veces, envían oportunos mensajes de WhatsApp a algún periodista amigo que lo filtra a las redes sociales. Pero no solamente filtra lo que expresa “en vivo” el acusado, sino que suele hacer referencia al lenguaje corporal del imputado, a su tono de voz y una serie de comportamientos que se conectan más con la vergüenza que con la información. 

Esto es muy importante, porque uno de los medios a través de los que el “juez rock star” se construye tiene que ver con utilizar su posición jerárquica en la investigación para avergonzar al imputado. La vergüenza garantiza cobertura mediática y un debate diferente. Así, la discusión pública se ve desplazada de las razones que se debaten en el expediente, hacia la subjetividad de las personas. Es otra variante del “juicio paralelo”. 

El uso desproporcionado de las leyes de procedimiento, los juicios paralelos y la vergüenza constituyen tres modos de crear legitimidad a través de la búsqueda de notoriedad. Por ello, a esta altura me parece interesante reflexionar, ahora sí, en torno a las condiciones que hacen posible que este tipo de jueces en nuestro país existan.

Es que el “juez rock star” es algo más que la persona que lo encarna. Es un producto social anclado en un entorno cultural que lo hace posible. Ese entorno está compuesto por muchas prácticas que en su caótica articulación cimentan las posibilidades de las que emerge aquel tipo de juez. Pero hay algunas más importantes que otras. No pretendo rastrear todas, pero hay una que me interesa mucho. Tiene que ver con renuncias. Renuncias de actores que tienen en sus manos mecanismos para repeler este tipo de magistrados, pero que no los usan. Cuando no lo hacen, dejan el camino libre de obstáculos.

La desmesura en base a la que busca notoriedad se alimenta de la indiferencia ajena. Su temeridad, es la otra cara del temor de quienes deben ponerle un límite. En otras palabras, creo que la relación entre las renuncias de actores sociales y la debilidad institucional engendra este producto histórico que llamo “juez rock star”. Seguidamente voy a señalar las renuncias que me parecen más relevantes.

Me refiero a prácticas micro que ocurren “hacia adentro” de la Justicia y a decisiones que ocurren “fuera” de la Justicia, pero motivadas en el juez “rock star”. Empiezo por las primeras. Tienen que ver con una tendencia del medio ambiente judicial que a todo le pone excusas, que se traducen en fenomenales indultos a prácticas reñidas con la justicia. Dentro de los tribunales sabemos quiénes hacen las cosas mal, pero inexplicablemente las toleramos. El aire de palacio crea un clima difícil de explicar. Pero allí dentro las cosas no tienen el mismo significado que en la calle. En esa atmósfera sobran las justificaciones morales. Casi todo se puede perdonar, siempre que el pecador sea parte. Allí causa estupor que un testigo grite en la mesa de entradas, pero no que un magistrado anticipe a los periodistas el modo en que resolverá un expediente.

En los tribunales, nos enteramos que el foro de abogados a un juzgado lo bautizó “la embajada” porque allí no rige el derecho argentino. Pero convalidamos el hecho con una simple mueca. A veces de sonrisa, otras de resignación. Aunque sabemos que es incorrecto negar a las partes el acceso al expediente, absolvemos al juez que sistemáticamente esconde los expedientes con un “y ya sabemos que es así, pero es buen tipo”. Pese a que tenemos pruebas firmes acerca de otro juez que desconfía de algunos de los funcionarios del juzgado porque son más inteligentes y preparados que él, y por eso los confina a una suerte de destierro, solo decimos a su víctima “y bue… aguantá que ya algo te va a salir”. Casi todos sabemos que un juez usa la prisión preventiva para los pobres casi de manera automática y como un modo de reivindicar una cuestión de clase, pero solo atinamos a afirmar “…es legal…” 

La lista podría ser infinita, pero esa mera enumeración es útil para graficar lo que intento demostrar. Me refiero a los grados de tolerancia que con el soporte de la resignación y el silencio van sedimentando la sensación de que no hay costos, la sensación de que vale todo, la sensación de que el cargo es mío y de que el camino está libre de obstáculos legales, porque hay normas que rigen, pero no se cumplen. El resultado de todo ello podría resumirse afirmando que, en general, dentro de los tribunales la adulación reemplazó al debate y a la discusión frontal.

El foro de abogados también protagoniza importantes renuncias. Utilizo el tiempo presente a propósito, porque el estado de renuncia es permanente. Tanto a título personal de los abogados, como las instancias institucionales que los colegian, no utilizan los remedios que la propia ley les confiere para defender los abusos que sufren las partes. O si los usan no lo hacen con toda la potencia que la crisis exige. Los abogados frente a arbitrariedades específicas tienden a agachar la cabeza por temor a las consecuencias. Razón no les falta. Muchas veces el sistema cae sobre las espaldas de un abogado “díscolo” que tuvo la temeridad de invocar un derecho. Pesa el cálculo utilitarista. Los abogados saben que es probable que se topen con jueces arbitrarios en casos futuros. Y temen las represalias. Pero en el mediano plazo esas acciones son insumos que alimentan la desmesura del juez que busca fama. Hay excepciones. Muchas. Pero ellas confirman la regla. Los que conocen los pasillos de Comodoro Py saben muy bien cómo Graciana Peñafort derribó con la palabra muchas arbitrariedades que sufrió un entonces convaleciente Héctor Timerman.

Lo relevante, a los fines de este texto, es que, así como las dispensas morales se transforman en tolerancias desde el punto de vista interno, los silencios de los abogados -tanto en la vertiente personal como gremial-, también despejan el terreno del “juez rock star” para que pueda desarrollar sin ningún tipo de riesgo institucional sus comportamientos.

Pero, en los términos también “del afuera”, hay una renuncia cuya magnitud no ha sido calibrada en toda su dimensión desde mi punto de vista. Se trata de la renuncia de la dirigencia política hacer juicios de naturaleza política y empujar ese trabajo hacia las instancias judiciales. No me refiero estrictamente a la judicialización de la política o a la politización de la Justicia. Aunque la cuestión está conectada, no me refiero a ello.

Las formas de hacer política lógicamente cambiaron a lo largo del tiempo. Me interesan las reacciones de las élites frente a escándalos políticos que deberían dirimirse en la arena política, pero que actualmente, se trasladan a la Justicia hasta que los jueces “tomen una decisión” Se invirtió una costumbre.

En efecto, desde las democracias de notables del siglo XVIII, pasando por las democracias de masas del siglo pasado y hasta no hace muchos años, los dirigentes políticos frente a problemas derivados de la vida pública primero hacían un juicio de naturaleza política. Desde hace unos años a esta parte, los políticos invirtieron las cosas. Frente a un conflicto primero esperan que decida “la Justicia” y posponen la decisión propiamente política a la espera de la judicial. 

Al utilizar los expedientes judiciales para dirimir problemas de índole política, los dirigentes le abren posibilidades magníficas a los jueces que buscan fama. Incluso, la chance de trabajar de manera articulada con grupos políticos. En ese escenario las consecuencias son muy remunerativas para casi todos, menos para los ciudadanos.

En efecto, el magistrado dirime cuestiones políticas. Ello le garantiza visibilidad y lo blinda porque sus socios de la política lo pueden proteger. Los dirigentes por su parte consiguen no aparecer como los responsables de la solución de un conflicto que está en manos de un juez. Los ciudadanos, en cambio, sufren directa o indirectamente según el caso la degradación de la Justicia. El aparato judicial, entonces, se vuelve un medio para solucionar hechos que no son delitos.

Las democracias, desde el punto de vista republicano, se asientan en instituciones que son el resultado de prácticas que se vuelven leyes. Esto es importante. Las instituciones no son cosas que reflejan la cara del estado. Ellas remiten a acciones humanas que se repiten en el tiempo y trazan los contornos del Estado en cuyo interior se despliega la vida pública. Las instituciones, así, garantizan las libertades en sentido amplio de los ciudadanos. Ellas permiten que todos nosotros usemos sin temor a interferencias externas o miedos internos nuestras propiedades. Hablo de propiedades en sentido amplio y no solo como referencia a un título jurídico. El “juez rock star” tiene efectos demoledores para ese horizonte, porque no solamente se salta las leyes en busca de aclamación. A veces las crea. 

El hábito que nace como resultado de aquel producto social, entonces, tiene que ver con que se vuelve “normal” que en los tribunales sea factible crear derecho. Cuando el ecosistema judicial se adapta y tolera que la creación del derecho se transforme en una de las posibilidades del juego judicial, los ciudadanos en la vida real pasan a ocupar un lugar diferente al que imagina la Constitución. En dichas condiciones, nos movemos desde la gramática de la ley hacia la voluntad de los hombres. El “juez rock star” personifica ese paso a través del que todos permanecemos en una suerte de libertad condicional pues, en definitiva, la suerte de los ciudadanos depende de cierta medida en no caer en manos de este modelo de juez.

La cuestión cultural aquí también es importante. Algunos discursos que genuinamente nos movilizan tienen como efecto no querido dejar el terreno fértil para este tipo de jueces. Me refiero a que muchas veces los niveles de putrefacción de la vida pública y el deseo de su regeneración funcionan como catalizadores para el nacimiento del “juez rock star” y para el despliegue sin límites de su energía. El “por fin alguien hace algo” destila altos niveles de aceptación, aunque debajo de esas acciones se alojen prácticas reñidas con la ley que, más temprano que tarde, conducen a una nueva frustración. Quizá sea el precio de una crítica testimonial a nuestra vida pública, que lleva a depositar las esperanzas en algún salvador, frente a problemas que vemos como lejanos, pero de los que somos indudablemente parte.

El hastío ciudadano tolera, por ejemplo, que la prisión preventiva funcione como pena anticipada, sin captar que la flexibilidad de esa medida de extrema gravedad se expande como una amenaza por toda la sociedad. Recordemos que para la Constitución solo puede estar encerrado el condenado que gastó todas las apelaciones.

Pero, lo repito con más claridad, las causas judiciales sustentadas en el clamor público, ancladas en “juicios paralelos”, divorciadas del expediente real, condimentadas con la espectacularidad del encierro preventivo, direccionadas para avergonzar y destruir personas más que para buscar justicia, inexorablemente terminan mal. En efecto, su eficacia simbólica es proporcional a su debilidad técnica. Más temprano que tarde, esas causas se deshacen y terminan en la nada, aun cuando los imputados hayan sido culpables. Y si efectivamente con todas esas falencias terminan en condenas, en ese caso habremos abandonado el régimen democrático para ingresar en el trágico terreno de las dictaduras. 

Nicolás Maquiavelo se preguntaba por qué tras la muerte de los emperadores en Roma no renació la libertad política, que había sido el elemento distintivo de la república. Se respondía porque “en el tiempo de los Tarquinos el pueblo romano todavía no era corrupto”. Agregaba que, en los “últimos tiempos era corruptísimo”. El problema estribaba allí. 

Hábitos de esa naturaleza, encarnados como nadie por el “juez rock star”, llevan casi sin peajes hacia la impunidad. En efecto, la espectacularidad judicial, la aplicación “creativa” de la ley, la subordinación de cualquier búsqueda de justicia a fines contingentes y particulares, la renuncia consciente o inconsciente de actores institucionales relevantes a ejercer su ministerio, el encandilamiento social con atractivos discursos anticorrupción que vedan una necesaria introspección para dirimir responsabilidades individuales en el formato colectivo, constituyen las bases sobre las que fermenta la tolerancia a la ausencia de castigo a los delitos, que a veces se ve reemplazada por “acciones ejemplares” del “juez rock star” que nacen y se despliegan alejadas de la Constitución y precisamente por ello, más temprano que tarde, también terminan en la impunidad y que retroalimentan la bronca ciudadana por el ¿otra vez no pasó nada?.
 

☛ Título: República de la impunidad

☛ Autor: Federico Delgado

☛ Editorial: Planeta
 

Datos sobre el autor

Abogado, licenciado en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires y profesor universitario. 

Como fiscal penal federal ha trabajado en los grandes casos de corrupción pública: el pago de sobornos en el Senado, el megacanje de la deuda externa, la Masacre de Once, los Panamá Papers y la tragedia de Time Warp.

Es autor de Injusticia y La cara injusta de la justicia (con Catalina D’Elía).