ELOBSERVADOR
A VEINTE AOS DE LA TOLERANCIA CERO

Qué podemos aprender de la reforma policial neoyorquina

El gran desafío del alcalde progresista Bill de Blasio parece ser mantener la lograda seguridad. Un análisis de cómo podría trasladarse ese modelo exitoso, pero con críticas y paradojas, a la Argentina.

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Cuando el 1° de enero de este año Bill de Blasio juró como nuevo alcalde de la ciudad de Nueva York, no sólo se estaba haciendo cargo de una de las ciudades más importantes del mundo. También estaba asumiendo el desafío de demostrar que el legado republicano de los últimos veinte años –seguridad, orden público y crecimiento– puede ser compatible con una agenda progresista, basada en el respeto por los derechos civiles. Más precisamente, le toca demostrar que seguridad y progresismo pueden caminar de la mano.

En efecto, Nueva York ha pasado de ser el ícono del desorden, la violencia y el crimen, en los 70 y 80, al ejemplo de “ley y orden” en los 90 y 2000. La ciudad que durante prácticamente todo el siglo XX fue gobernada por los demócratas había alcanzado tal nivel de corrupción e inseguridad que en 1993 se produjo lo impensable: un republicano, el ex fiscal federal Rudolph Giuliani, ganaba las elecciones con una propuesta basada exclusivamente en el combate al delito.

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Al cabo de ocho años de gestión, Giuliani logró reducir el delito general 57% y los asesinatos 66%. Su sucesor, el republicano hombre de negocios Michael Bloomberg, redujo aún más –42%– los homicidios respecto de la situación que le dejó Giuliani.
Pero estos resultados generaron también acalorados debates. Los críticos consideran que esta mejora en la seguridad no es más que la manifestación local de una tendencia nacional: entre 1994 y 2000 en todo Estados Unidos los homicidios se redujeron en aproximadamente 90%, y se mantuvieron estables desde entonces.

Muchos criminólogos atribuyen este fenómeno a la represión implacable de los mercados a cielo abierto de crack que se origina en las leyes federales antidroga sancionadas en 1986 y 1988. En ellas, se establece pena de prisión no excarcelable para los que poseen droga (cinco años por cinco gramos de crack, diez años por al menos cincuenta gramos de crack), se elimina la distinción entre drogas “duras” y “blandas” y entre uso “recreativo” y abuso/adicción. Desde entonces, la tasa de encarcelamiento de los Estados Unidos se incrementó 200%, y es el país del mundo con mayor cantidad de detenidos en relación con la población. Otros consideran que la reducción se debe al ciclo de expansión económica (que implica menos desempleo) producido bajo la administración demócrata de Bill Clinton. Justamente, fue el ex presidente Clinton quien tomó el juramento de asunción a De Blasio.    

No obstante, los defensores de la experiencia neoyorquina ostentan también argumentos de peso. La tasa de desempleo en Nueva York se mantuvo estable (el doble de la nacional) mientras el delito caía. Asimismo, las fuertes crisis y recesiones económicas de los años 2000 coincidieron con un un pequeño crecimiento de la tasa de homicidios en las grandes ciudades. Pero cuando el homicidio creció allí, en Nueva York siguió bajando.

Entonces, ¿qué es lo que han hecho Giuliani y Bloomberg para lograr esto? En boca de sus apologetas, dos cosas. Por un lado, una reforma estructural en la organización y gestión del Departamento de Policía (NYPD), el aspecto más importante pero menos discutido en la experiencia neoyorquina (ver recuadro). Por otro, el empleo de estrategias y tácticas policiales orientadas a generar y mantener el orden en las comunidades, inspiradas en la doctrina de las “ventanas rotas”.

La (mucho más repetida que leída) teoría de las “ventanas rotas” se origina en un clásico artículo de 1982 donde James Q. Wilson y George Kelling sostenían que la Policía podía ayudar a reducir el crimen serio comenzando por focalizarse en los delitos menores que afectan el carácter de un vecindario y su calidad de vida. La idea básica es que si un vecindario luce como si alguien estuviese cuidando de él y manteniendo el orden, es mucho más probable que el orden suceda.

Las estrategias, tácticas y prácticas policiales acuñadas al calor de esta doctrina resultaron ser tan efectivas como polémicas. Comenzando con los “limpiavidrios”, siguieron con la terminación de la prostitución, el comercio de droga y el consumo de alcohol en la calle, y la liberación de los espacios públicos –esquinas, plazas, puentes, etc.– copados por “pandillas”. Luego, la atención se puso en la portación de armas, lo que implicaba identificar a los que cometían ofensas menores y registrarlos. Ser proactivo implica mucho más que quedarse sentado en un patrullero esperando un llamado al 911. Los gobernantes que en Argentina basan su política de prevención en esperar el llamado al 911 deberían tomar nota de que hace veinte años que esa estrategia es considerada ineficaz.

La ola de críticas lanzada por defensores de los derechos civiles se intensificó cuando estas prácticas policiales se sistematizaron en lo que se conoce como el “stop, question and frisk”, esto es, parar, interrogar y registrar a cualquier ciudadano que el policía considere en actitud sospechosa. El objetivo era detectar vendedores de droga, portadores de armas, prófugos de la Justicia o transgresores de libertad condicional en zonas de alta concentración de delitos.

Los críticos apuntan a que parar, interrogar y requisar a los transeúntes con este objetivo y sin ninguna evidencia más que el “olfato policial” promueve prácticas racistas dentro de la Policía, ya que usualmente se aplican sobre jóvenes afroamericanos, inmigrantes o de minorías. Sus defensores, por el contrario, sostienen que lo que diferencia a un policía en la calle de una maceta es la facultad de interceptar a una persona, identificarlo, interrogarlo y eventualmente requisarlo. Sólo así se previene un delito.

A la mayoría de los criminólogos y la progresista élite ilustrada norteamericana le costó mucho aceptar que la Policía, y no la resolución de las “raíces profundas” del delito –como la injusticia social, el desempleo, el racismo, etc.–, pudo reducir el delito en Nueva York. Pero comenzaron a explicar que eso pudo hacerse gracias al abuso policial, especialmente contra los pobres y las minorías. Es decir, a costa de los derechos civiles.

En esta línea, en agosto pasado una jueza federal de Nueva York declaró inconstitucional dicha práctica. Así, el asunto recalentó la campaña electoral de tal forma que el entonces candidato demócrata, el hoy alcalde De Blasio, hizo eje en este tema, arremetió contra el NYPD, y prometió cancelar el “stop-and-frisk”. Su hijo Dante –un adolescente afroamericano– protagonizó un aviso de campaña diciendo que en ese estado de cosas hasta él podría ser un candidato a ser parado y requisado.

Veinte años antes, cuando el crimen desbordaba las calles, y el miedo y el hartazgo de la gente llevaba a votar por un republicano que prometía “ley y orden”, el reclamo por el respeto a las garantías y los derechos civiles se veía relegado por la demanda de seguridad. Ahora, con la demanda de seguridad por demás satisfecha, emerge nuevamente el asunto de los derechos humanos de las minorías.  

Este movimiento pendular también se ha observado en la Argentina, pero con la diferencia de que cada uno de esos momentos no ha dejado un avance o mejora concreta. Los períodos de “garantismo” no dejaron una Policía más respetuosa de los derechos humanos, al tiempo que los períodos de “mano dura” no dejaron una institución más efectiva contra el delito. Ambos grupos estuvieron más atentos a desandar el camino del otro que en mejorarlo.

Si bien De Blasio fue un crítico feroz de la política de seguridad durante la campaña, sorprendió a propios y extraños cuando eligió como su comisionado de Policía al mismísimo William Bratton, primer jefe de Policía de Giuliani, mentor y artífice original de la política de seguridad y reforma policial en cuestión. No optó ni por descabezar la cúpula policial ni por intervenirla con un civil activista de los derechos civiles. Tan sólo por un policía de molde, abierto a la innovación y a la gestión por resultados, que cree que la Policía necesita facultades amplias para hacer su trabajo pero tiene que usarlas inteligentemente y rendir cuentas de su uso.  

En efecto, Bratton había manifestado su oposición al “stop-question-frisk”, pero basado en razones distintas a las de los activistas civiles. El considera que esa práctica es sólo “manifestación de fuerza” que lleva a detener “a cualquier joven negro o hispano con musculosa larga, pantalones anchos y gorra”. Se necesitan esas facultades, pero guiadas por una inteligencia criminal que identifique con más precisión adónde se mandan los policías, para qué, y esperando alcanzar qué resultados de ese despliegue. Estas palabras deberían servir para aquellos que en nuestro país despliegan gendarmes y policías para “mostrarlos” y –cada tanto– pedirles la cédula de conducir y la VTV a conductores seleccionados al azar.

En este contexto, la elección de Bratton muestra que De Blasio entiende que él será juzgado como alcalde –primera y fundamentalmente– por su capacidad de mantener a Nueva York como la más segura de las grandes ciudades norteamericanas. Después de veinte años ininterrumpidos de reducción del delito, si el crimen detiene su caída el responsable político será De Blasio. Por ello, cree que para que progresismo y seguridad vayan de la mano, él tiene que caminar de la mano de Bratton.


*Politólogo. Ex viceministro de Seguridad bonaerense.

 

NYPD: una fuerza reformada

La reforma de la organización y gestión del Departamento de Policía más grande de los Estados Unidos (37 mil efectivos) ha recibido menos atención de la que le corresponde. La reingeniería realizada partió reconociendo una realidad básica: el trabajo policial es por naturaleza descentralizado y discrecional. Así, devolver la autoridad operativa a los comisarios y patrullas (mandos medios y oficiales de calle) y reconstruir la conducción estratégica y supervisión en la cúpula resultaron los ejes de la transformación.
Durante décadas, la mala política y la burocracia policial habían hecho todo lo contrario: concentración en grandes cúpulas del comando y control de la organización, y regulación al detalle de la actividad policial, poniendo énfasis en las formas antes que en los resultados. Esto llevó a que la principal preocupación de la Policía fuera mantenerse lejos de los problemas, evitar escándalos públicos de corrupción, y llevarse bien con los líderes influyentes de la comunidad. Responder eficazmente al delito no estaba en sus prioridades cotidianas. Así, la clave para una carrera policial exitosa era alejarse de los riesgos. Dado que los riesgos son inherentes al trabajo en la calle, eso llevó a “despolicializar” las calles.
Asimismo, esta situación era absolutamente funcional con la corrupción policial. Tal como manifestara Frank Serpico en una entrevista de hace tres años: “En mi tiempo, no todos los policías eran corruptos. Pero aquellos que eran corruptos eran los que dirigían el show”. Relevar a un comisario de su comando y hasta echarlo de la organización por su incapacidad para responder eficazmente al delito, en lugar de hacerlo por algún escándalo público de corrupción, fue el puntapié inicial para conseguir transparencia y eficacia al mismo tiempo. Tal como puede apreciarse, la situación actual de las principales policías argentinas no tiene nada de original.

 

Crímenes y pecados, en el cine

Hollywood ha sabido captar durante varios años el estado de cosas en la Gran Manzana previo a las reformas del 90. 
El clásico El Padrino (1972), de Francis Ford Coppola, refleja cómo la mafia –en la primera mitad del siglo XX– dirigía todos los negocios ilegales en la ciudad bajo la anuencia de políticos, jueces y policías.  
Serpico (1973), protagonizada por Al Pacino, lleva al cine la historia real de un policía honesto de Nueva York, Frank Serpico, quien denunció la corrupción estructural del Departamento de Policía, rompiendo la “muralla azul de silencio”. Aun hoy, después de más de cuarenta años del confuso episodio en el que recibió un tiro en la cara, su nombre no es bienvenido en el Departamento de Policía local. 
 Por su parte, El vengador anónimo (1974), II (1982), III (1985) y IV (1987), protagonizada por Charles Bronson, trata sobre como un arquitecto se convierte en un asesino de criminales luego que su mujer e hija son asesinadas por delincuentes. El sistema corrupto, burocrático e ineficiente de New York, junto con la sed de venganza, transforman a un hombre común en un adalid de la justicia por mano propia.