Dada su pornográfica desigualdad, capaz de revolver los estómagos más resistentes, la idea de dividir a Brasil en muchos Brasiles, o al menos en dos Brasiles, no es nueva. Gilberto Freyre escribió un clásico de la antropología en 1933 –Casa-grande y senzala– en el que básicamente separaba, desde el comienzo de la civilización, la realidad de los señores que vivían en la “casa grande” y eran los propietarios de todo en la ciudad, las mujeres, los hijos, los parientes, las amantes, los sacerdotes, los políticos locales, de la realidad de los esclavos, que vivían en la senzala y no eran dueños ni de sí mismos.
El concepto de inclusión, en vez del de exclusión, y la miscegenación racial entre europeos (portugueses), africanos e indígenas es lo que distingue, resalta Freyre, a la antropología brasileña de otras antropologías colonizadoras de otros lugares del planeta.
Esa relación patriarcal aún se refleja en la política de hoy, con tantos “coroneles” electos en Brasilia con el voto del pueblo que subordinan y domestican.
Alrededor de cuarenta años después de Casa-grande e senzala, el economista Edmar Bacha escribió El rey de la Belíndia, a propósito de un país ficticio, pequeño y rico como Bélgica, e inmenso y pobre como India, que en la suma da como resultado a Brasil.
A partir de las reflexiones de Freyre y Bacha, hoy en día un corresponsal en San Pablo se siente, en el fondo, como un corresponsal en dos países: en Brasil y en Bolsonaristán.
El primero, con todos sus equívocos, dramas, problemas, contradicciones, corrupciones, sueños convertidos en pesadillas e ideales incumplidos, todavía es sinónimo, para el mundo en general, de diversidad y creatividad. Y de belleza, liviandad, pureza. Y de suave poder diplomático, también, en una traducción libre del soft power acuñado por el politólogo norteamericano Joseph Nye en los años 80 del siglo pasado.
Las noticias de las últimas semanas de Brasil, lamentablemente, no son buenas. Murió a los 72 años uno de los ejemplares más nítidos del país, el compositor y cantante Moraes Moreira.
Moraes nació en el interior del estado de Bahía, con todo lo que eso carga de brasilidad, sumado a su sangre portuguesa evidenciada por su apellido, que es igual al autor de este texto. Fundó la banda Novos Baianos, compuso éxitos tales como Pombo Correio, Chão da praça, Bloco do prazer, Meninas do Brasil, Festa do interior y Lá vem o Brasil descendo a ladeira. Vivió en una comunidad hippie en plena dictadura y murió en democracia, probablemente con una sonrisa de misión cumplida en su rostro.
Mientras tanto, allá afuera, no muy lejos del departamento en Gávea, zona sur de Río de Janeiro, donde Moraes pasó a la eternidad, decenas de autos con pequeños, medios y grandes empresarios tocaban bocina con barbijos de protección para exigir el final de la cuarentena y el regreso al trabajo de sus empleados en colectivos, trenes y vagones de subtes llenos e infectados. Aquí está Bolsonaristán, primo lejano en la geografía pero no en la filosofía de Turkmenistán, la república de Asia Central donde un líder autoritario también ignora al Covid-19.
En Bolsonaristán, los bolsoniques –un cóctel explosivo de ignorancia y de odio, de déficit de empatía y de superávit de prejuicio– cargan en sus manos, o en sus espaldas, irónicamente, las banderas verdes y amarillas del país vecino, que jamás entendieron ni entenderán.
Asustados por la suspensión de los dividendos, salen de sus casas grandes en Bélgica bajo el argumento de que están preocupados con la crisis económica de los habitantes de las senzalas de India, a pedir una intervención militar, o sea, el regreso de la dictadura, y a exigir un nuevo Acto Constitucional Número Cinco, o sea, la vuelta de la censura y la tortura, dos de los fetiches de su pobre líder.
Ahí viene Brasil bajando la cuesta, cantaba Moraes. Cuidado que ahí abajo hay un Bolsonaristán listo para tragarlo. Otra vez.
*Corresponsal en San Pablo del Diário de Notícias de Portugal.