INTERNACIONAL
Mundo en crisis

Doctrina Macron: entrevista exclusiva al presidente de Francia

Emmanuel Macron dialogó sobre la pandemia, el terrorismo y el cambio climático con El Grand Continent, la revista del Groupe d’études géopolitiques, que cedió a PERFIL fragmentos del reportaje.

Macron dio una entrevista exclusiva a Le Grand Continent 20201116
Macron dio una entrevista exclusiva a Le Grand Continent | AFP

En una entrevista exclusiva con El Grand Continent y cedida a PERFIL, Emmanuel Macron repasó un "2020 marcado por varias crisis", entre las que enumeró la pandemia, el terrorismo, el cambio climático, la lucha contra la desigualdad y el multilateralismo. "Estamos en un momento de nuestra humanidad en el que, después de todo, rara vez hemos tenido tal acumulación de crisis a corto plazo, como la epidemia y el terrorismo, además de transiciones profundas y estructurales que cambian la vida internacional e incluso tienen repercusiones antropológicas", aseguró el presidente de Francia.

"Para resolverlas de la mejor manera posible, necesitamos cooperar. No venceremos a la epidemia ni a este virus si no cooperamos. Incluso en el caso de que algunos descubrieran una vacuna, si esta no llega al mundo entero, eso significa que el virus volverá a aparecer", afirmó, al exponer su mirada sobre el Covid-19.

En El Grand Continent, una revista que se convirtió en poco más de un año en una plataforma de referencia para el debate estratégico, político e intelectual en Europa, el jefe de Estado galo delineó la Doctrina Macron para enfrentar la crisis del orden internacional: "Para mí, hablar de rumbo es también hablar de la importancia en estos momentos de fortalecer y estructurar una Europa política. ¿Por qué? Porque si queremos que se cree una cooperación, necesitamos polos equilibrados que puedan estructurar esta cooperación en torno a un nuevo multilateralismo, es decir, un diálogo entre las distintas potencias para decidir conjuntamente. Esto implica reconocer que los marcos de cooperación multilateral están hoy día debilitados, porque están bloqueados: me veo obligado a constatar que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ya no está produciendo soluciones útiles hoy en día. Todos somos corresponsables cuando algunos se convierten en rehenes de las crisis del multilateralismo, como la OMS, por ejemplo".

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Macron dio una entrevista exclusiva a Le Grand Continent 20201116

—Habla de rumbo, mirando hacia el futuro, pero se puede entender este momento de transición mirando también hacia el pasado para preguntarse cuál es la era que está terminando en 2020. ¿Es una era que comenzó en 1989, en 1945?

—Es muy difícil de decir, porque no sabemos si estamos en un momento que permite reflexionar sobre el período. Vemos que hay una crisis del marco multilateral de 1945: una crisis de su eficacia, pero, más grave en mi opinión, una crisis de la universalidad de los valores que sostienen sus estructuras. Y esto es para mí —lo decíamos antes en la conferencia del Foro de París sobre la Paz— uno de los aspectos más graves de lo que acabamos de vivir en el periodo reciente. Elementos como la dignidad humana, que eran intangibles y a los que se adherían todos los pueblos de las Naciones Unidas, todos los países representados, están ahora siendo cuestionados, relativizados. Hay un relativismo contemporáneo que se avecina, que supone realmente una ruptura, y que es el juego de potencias que no se sienten cómodas en el marco de los derechos humanos de las Naciones Unidas. Vemos muy claramente un juego chino y un juego ruso en este tema que promueven un relativismo de valores y de principios y un juego que también trata de reculturizar, de volver a situar estos valores en un diálogo de civilizaciones, o en un conflicto de civilizaciones, oponiéndolos desde el punto de vista de lo religioso, por ejemplo. Todo eso es un instrumento que fragmenta la universalidad de estos valores. Si aceptamos cuestionar estos valores, que son los valores de los derechos del hombre y del ciudadano y, por lo tanto, los de un universalismo basado en la dignidad de ser humano y del individuo libre y razonable, eso es muy grave. Porque las escalas de valores ya no son las mismas, porque nuestra globalización se ha construido sobre este elemento: no hay nada más importante que la vida humana. Así que veo, aquí, una primera ruptura.

Hay una segunda ruptura en nuestro concierto de naciones, que es, creo, la crisis de las sociedades occidentales después de 1968 y 1989. Uno ve un neoconservadurismo creciente, en toda Europa, de hecho, que supone un cuestionamiento —son los propios neoconservadores los que lo toman como referencia— de 1968, es decir de un estado de madurez de nuestra democracia —el reconocimiento de las minorías, el movimiento de liberación de los pueblos y las sociedades— y asistimos a la vuelta del «hecho mayoritario» y, en cierto modo, de una especie de verdad de los pueblos. Esto está volviendo a nuestras sociedades, en todas partes. Es una verdadera ruptura que no debemos pasar por alto, porque es un instrumento de refragmentación. Y creo que también estamos en un punto de ruptura con respecto al periodo posterior a 1989. Las generaciones nacidas después de 1989 no han conocido la última gran lucha que estructuró la vida intelectual occidental y nuestras relaciones: el antitotalitarismo. Muchas de ellas, así como su acceso a la vida académica y política, se estructuraron en torno a una ficción que era el «fin de la historia» y una idea implícita que era la extensión permanente de las democracias, de las libertades individuales, etc. Vemos que este ya no es el caso. Resurgen potencias regionales que son autoritarias, resurgen teocracias. La astucia de la historia llega por otra parte en el momento de la Primavera Árabe, donde lo que se ve con este mismo patrón de lectura como un elemento de liberación es en realidad una vuelta del espíritu de algunos pueblos y de lo religioso en lo político. Vemos una extraordinaria aceleración de la vuelta de lo religioso a la escena política en varios de esos países.

Todos estos elementos producen rupturas muy profundas en nuestras vidas, en la vida de nuestras sociedades y en el espíritu que nació en esas fechas de referencia. Y por eso quiero lanzar lo que podríamos llamar el «Consenso de París», pero que será el consenso en todas partes, que hemos lanzado hoy y que consiste en ir más allá de esas grandes fechas que han estructurado la realidad política e intelectual de los últimos decenios para examinar el aspecto de materialización del consenso conocido como Consenso de Washington y, por ende, el hecho de que nuestras sociedades se hayan construido según el paradigma de economías abiertas, de una economía social de mercado, como decíamos en la Europa de la posguerra, que se hizo por cierto cada vez menos social, cada vez más abierta y que, tras ese consenso, entró básicamente en un dogma donde las verdades eran: reducción de la intervención del Estado, privatizaciones, reformas estructurales, apertura de las economías a través del comercio, financiarización de nuestras economías, con una lógica bastante monolítica basada en la creación de beneficios. Esa era dio resultados, sería demasiado fácil juzgarla con la mirada actual: permitió a cientos de millones de habitantes del planeta salir de la pobreza, gracias a la apertura de nuestras economías y a la teoría de la ventaja comparativa; muchos países pobres se beneficiaron de eso. Pero hoy la vemos de manera diferente, lo cual es un elemento de profunda ruptura con respecto a las grandes transiciones que mencionaba.

En primer lugar, no permite pensar ni interiorizar los grandes cambios del mundo, en particular el cambio climático, que se mantiene como algo externo al Consenso de Washington. Sin embargo, estamos llegando a un punto en el que la urgencia es tal que es imposible pedirle a los gobernantes que gestionen una de las cuestiones prioritarias del momento, la que sin duda es prioritaria para la próxima generación, simplemente como algo externo al mercado. Hay que volver a ponerla en el mercado. Esto es lo que estamos haciendo desde el Acuerdo de París, por ejemplo, con el precio del carbono, que no es comprensible en el marco del Consenso de Washington, porque implica que debe tenerse en cuenta algo más que el beneficio.

Lo segundo es la desigualdad. El funcionamiento de la economía de mercado contemporánea y financiarizada ha permitido la innovación y la salida de la pobreza en algunos países, pero ha aumentado la desigualdad en nuestros países. Porque ha deslocalizado masivamente, porque ha llevado a un sentimiento de inutilidad a parte de nuestra población, con profundos dramas económicos, sociales, pero también psicológicos. Nuestras clases medias, en particular, y parte de nuestras clases trabajadoras, han sido la variable de ajuste de esta globalización, y eso es insostenible. Es insostenible y, sin duda, lo hemos subestimado. Nuestras democracias viven en una especie de superficie de sustentación en la que son necesarios, a un tiempo, el principio político de la democracia y sus alternancias, las libertades individuales, la economía social de mercado y el progreso para las clases medias. Estos elementos eran la base sociológica de nuestros regímenes, así es como lo hemos venido haciendo desde el siglo XVIII. A partir del momento en que las clases medias ya no ven el progreso para sí mismas y experimentan un declive año tras año, se instala la duda sobre la democracia. Eso es exactamente lo que estamos viendo en todas partes, desde los Estados Unidos de Donald Trump hasta el Brexit, pasando por las llamadas de advertencia que tenemos en nuestro país y en muchos países europeos. Esa es la duda que se instala, cuando la gente, básicamente, dice: "como ya no progresamos, para que vuelva el progreso, o bien tengo que reducir la democracia y aceptar alguna forma de autoridad, o bien tengo que aceptar que se cierren fronteras porque el mundo, así, ya no funciona". Es por esa razón por la que creo profundamente que estamos en un punto de ruptura, un punto de ruptura muy profundo, más allá incluso de esos encuentros políticos, que es un punto de ruptura del capitalismo contemporáneo. Porque el capitalismo se ha financiarizado, se ha sobreconcentrado y ya no permite gestionar las desigualdades en nuestras sociedades ni a nivel internacional. Y solo podemos responder a ello refundándolo. En primer lugar, no se responde a ello desde un solo país. He llevado a cabo, por cierto, una política que no va en absoluto en esa dirección, y lo asumo plenamente. Al igual que el socialismo no funcionó en un solo país, la lucha contra este funcionamiento del capitalismo es ineficaz desde un solo país. No se responde a ello con la fiscalidad, sino construyendo de manera diferente el recorrido vital de la gente: a través de la educación y la salud, cuando somos un país, pero también a través de un funcionamiento diferente de los movimientos financieros y económicos, es decir integrando el objetivo climático, el objetivo de inclusión y los elementos de estabilidad del sistema en el corazón de la matriz.

Al mismo tiempo, estamos en un momento de ruptura del sistema capitalista, que tiene que considerar, simultáneamente, temas como la desigualdad y el cambio climático.

A esto se añade un hecho nuevo, pero que se está estructurando de forma perversa: las redes sociales e Internet. Esta formidable creación, que en un principio se hizo para intercambiar conocimientos y hacerlos circular dentro de una comunidad académica, se ha convertido en un extraordinario instrumento de difusión de información, pero también en dos cosas peligrosas: un instrumento de viralización de las emociones, sean estas cuales sean —que hace que cada persona se vea a sí misma en el mundo y en la emoción del otro sin recontextualizar, para bien o para mal— y un elemento de desjerarquización de la palabra —y, por lo tanto, de rechazo de cualquier forma de autoridad, en sentido genérico; autoridad que permite estructurar la vida en una democracia y en sociedad, ya sea política, académica o científica— simplemente porque está ahí, porque alguien lo dijo y eso tiene el mismo valor desde dondequiera que hable. Esto aún no lo hemos interiorizado lo suficiente. No hemos organizado un orden público en este espacio. Y este espacio sobredetermina nuestras decisiones actuales y cambia, a su vez, nuestra vida política. Y así, antropológicamente, sacude las democracias y nuestras vidas.

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—¿Con qué instrumentos se puede construir un nuevo multilateralismo que reconozca estas transformaciones?

—En primer lugar, hay un trabajo de ideas que hay que llevar a cabo, hay que reflexionar y dar nombre a las cosas. Hoy en día, las ideologías divergen. Hace tres años, cuando hablaba de soberanía europea o de autonomía estratégica me tomaban por loco, asociaban esas ideas a manías francesas. Hemos logrado que las cosas avancen. En Europa, estas ideas se han impuesto. La Europa de la Defensa, que creíamos impensable, la hicimos realidad. Estamos avanzando en el campo de la autonomía tecnológica y estratégica, a pesar de que la gente se sorprendía cuando empecé a hablar de soberanía en relación con la 5G. Así que, en primer lugar, hay un trabajo ideológico por hacer, y es urgente. Se trata de reflexionar sobre los términos de la soberanía y la autonomía estratégica europea para que podamos tener peso por nosotros mismos y no nos convirtamos en vasallos de tal o cual potencia sin voz ni voto.

Después, debemos tomar nota de estas tensiones, pensarlas juntos y construir una acción útil. Europa tiene muchos elementos impensados. En términos geoestratégicos, nos habíamos olvidado de pensar, porque pensábamos nuestras relaciones geopolíticas a través de la OTAN, seamos claros —Francia, menos que otros por su historia, pero este superyó sigue presente y en ocasiones lucho contra él—. Así que la ideología que se puede instaurar en Europa, es decir una lectura común del mundo y de nuestras intenciones, es un primer punto esencial. Lo que hemos lanzado en el Foro sobre la Paz, el Consenso de París y nuestra acción para la política francesa y europea, todo eso es esencial.

Así pues, se trata, en primer lugar, de una revisión de nuestro esquema de lectura: más Europa. Y en segundo lugar, de una verdadera asociación Europa-África, porque la clave del problema está entre nosotros. Después, en el trasfondo está la construcción de coaliciones muy concretas con actores gubernamentales y no gubernamentales —empresas, asociaciones— para conseguir resultados en un camino que hemos trazado juntos. Y a partir de ahí, podremos construir estrategias de alianza más amplias. Y es gracias a esta estrategia —refiriéndonos de nuevo al tema del clima— que hemos logrado que China se comprometa con nosotros. En cada One Planet Summit, China está presente y anuncia el fortalecimiento de un mercado chino del carbono y la aplicación de un precio del carbono. Porque sabemos ser activos e involucrar a estas coaliciones sin permanecer en una estrategia inerte, logramos involucrar también a los chinos, lo que nos va a permitir, espero, dar un paso hacia los objetivos de 2030 y la neutralidad de carbono en 2050 en los próximos meses con China y poder volver a involucrar sobre esta base a Estados Unidos.

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—¿Podría volver a explicar los términos de la Europa geopolítica: qué definición concreta hay detrás de soberanía, autonomía estratégica, Europa-potencia?

—Europa no es solo un mercado. Implícitamente, desde hace décadas, actuamos como si Europa fuera un mercado único. Pero desde dentro no hemos pensado en Europa como en un espacio político finito. Nuestra moneda no está ultimada. Hasta los acuerdos de este verano, no teníamos un auténtico presupuesto ni una verdadera solidaridad financiera. No hemos reflexionado de principio a fin sobre los temas sociales que hacen que seamos un espacio unido. Y no hemos pensado lo suficiente sobre lo que hace de nosotros una potencia en el concierto de las naciones, una región muy integrada con un hecho político claro. Europa debe repensarse ella misma políticamente y actuar políticamente para definir objetivos comunes que no sean simplemente una delegación de nuestro futuro al mercado.

De manera concreta, esto significa que, cuando hablamos de tecnologías, Europa necesita construir sus propias soluciones para no depender de la tecnología chino-estadounidense. Si dependemos de ella, por ejemplo, en las telecomunicaciones, no podremos garantizar a los ciudadanos europeos el secreto de la información ni la seguridad de sus datos privados, porque no disponemos de esa tecnología. Como potencia política, Europa debe ser capaz de proporcionar soluciones en materia de cloud; de lo contrario, sus datos se almacenarán en un espacio no sujeto a su derecho, que es la situación en la que nos encontramos. Así que, cuando hablamos de temas tan concretos como este, en realidad estamos hablando de política y del derecho de los ciudadanos. Si Europa es un espacio político, entonces debemos construirla para que nuestros ciudadanos tengan derechos que podamos garantizar políticamente.

Seamos claros: hemos permitido que se creen situaciones en las que esto no es exactamente así. Actualmente estamos reconstruyendo la autonomía tecnológica, por ejemplo, para la telefonía, pero no para el almacenamiento de datos en la nube. Nuestra información está en una nube que no está regulada por la legislación europea, y en caso de que surjan controversias, dependemos de la buena voluntad y del funcionamiento del derecho estadounidense. Políticamente, esto es insostenible para los representantes electos, porque significa que usted, como ciudadano, tiene derecho a pedirme algo —la protección de sus datos, una garantía o una regulación al respecto o, en todo caso, un debate informado y transparente de los ciudadanos sobre este tema— y no hemos creado los medios para hacerlo.

Pero de una cosa estoy seguro: no somos los Estados Unidos de América. Son nuestros aliados históricos, apreciamos como ellos la libertad, los derechos humanos, tenemos profundos vínculos, pero tenemos, por ejemplo, una preferencia por la igualdad que no existe en los Estados Unidos de América. Nuestros valores no son exactamente los mismos. Tenemos efectivamente un apego por la democracia social y una mayor igualdad, pero nuestras reacciones no son las mismas. También creo que la cultura es más importante, mucho más importante, aquí. Por último, nos proyectamos hacia otro imaginario que está conectado con África y el Próximo y Medio Oriente y tenemos una geografía distinta a la suya, que puede desalinear nuestros intereses. Lo que es nuestra política de vecindad con África, con el Próximo y Medio Oriente, con Rusia, no representa una política de vecindad para los Estados Unidos de América. Por lo tanto, no es sostenible que nuestra política internacional dependa de ellos o siga sus pasos. Y lo que digo es aún más válido en relación con China. Por eso creo que el concepto de autonomía estratégica europea o soberanía europea es muy fuerte, muy fecundo, al afirmar que somos un espacio político y cultural coherente, que ante nuestros ciudadanos tenemos el deber de no depender de otros y que esta es la condición para tener peso en el concierto contemporáneo de las naciones.

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—Ha hablado usted de cooperaciones exitosas, de muchos avances: China tiene ese gran proyecto de las Nuevas Rutas de la Seda, algo que en Europa nos cuesta identificar, un gran proyecto, un sueño de futuro. ¿Se trata de algo más bien interno? ¿Está dirigido hacia una mayor integración, una mayor ecologización o, por el contrario, está destinado a extenderse por todo el mundo? ¿Cuál es el sueño, el gran proyecto europeo?

—Tiene usted razón en que el mérito de las Nuevas Rutas de la Seda está en ser un concepto geopolítico muy potente. Eso es un hecho. Y es también una muestra de la vitalidad de una nación y de su fortaleza. Hablábamos de referencias históricas y del periodo posterior a 1989: hay que decir que Europa ha resuelto sus crisis internas y es como si ya no tuviera teleología. Hay una crisis moral de Europa, que ha librado todas esas batallas históricas, incluyendo la lucha contra la barbarie, contra el totalitarismo. ¿Cuáles son las luchas contemporáneas, teniendo en cuenta que estamos estructurados en torno a una lucha o sueño común? ¿Cuáles son las luchas contemporáneas de Europa?

Les diré cómo veo yo esta cuestión. Hay una lucha positiva que consiste en hacer de Europa la principal potencia educativa, sanitaria, digital y ecológica. Se trata de cuatro grandes luchas que nos permitirán responder a esos cuatro grandes desafíos. Es, así pues, el sueño de invertir masivamente para lograr todo eso. Y creo que tenemos totalmente la posibilidad de hacerlo, que el plan de recuperación que hemos puesto en marcha constituye un paso en esa dirección, al igual que nuestras políticas nacionales. Esto es un sueño para nosotros mismos. Es un objetivo muy movilizador, que debe cambiar muchas cosas, pero creo que podemos esperar de él un impacto global, porque atraerá a China y a Estados Unidos detrás de algo muy movilizador, que es también la condición para vivir en armonía en nuestro continente y con el resto del planeta. Incluye la educación porque creo que es uno de los desafíos que hemos abandonado y es uno de los más importantes.

Hay un segundo desafío para mí y es que Europa vuelva a portar la antorcha de sus valores. Estos valores están siendo abandonados en todas partes. La lucha contra el terrorismo y el islamismo radical es un combate europeo, una lucha de valores. Representa una lucha para nosotros y, en definitiva, creo que la lucha contemporánea es una lucha contra la barbarie y el oscurantismo. Eso es lo que está pasando. No es en absoluto un choque de civilizaciones, no me identifico para nada con esa lectura de las cosas, porque no se trata de una Europa cristiana que va en contra del mundo musulmán; esa es una fantasía hacia la que algunos quieren arrastrarnos. Se trata de una Europa que tiene raíces judeocristianas, eso es un hecho, pero que ha sido capaz de construir dos cosas: la coexistencia de las religiones y la secularización de lo político. Son dos logros de Europa.

Porque eso es lo que ha permitido reconocer la primacía del individuo racional y libre y, por ende, el respeto entre las religiones. Y lo que está ocurriendo en el debate que hemos visto, en gran medida contra Francia, es un colosal paso atrás en la historia, algo cuyas consecuencias creo que no hemos evaluado suficientemente.

Todo el debate que ha tenido lugar ha consistido básicamente en pedirle a Europa que se disculpe por las libertades que permite. Y, en este caso concreto, a Francia. Y el hecho de que este debate haya pervivido tan poco en Europa, o que se haya estructurado de manera tan tímida, dice mucho de la crisis moral que estamos viviendo. Pero lo asumo plenamente. Somos un país de libertad donde ninguna religión está amenazada, donde ninguna religión es mal recibida. Quiero que todos los ciudadanos puedan practicar su culto como deseen. Pero también somos un país en el que los derechos de la República deben ser plenamente respetados, porque somos ante todo ciudadanos y tenemos un proyecto común y una representación común del mundo: no somos multiculturalistas, no sumamos las formas de representar el mundo una al lado de otra, sino que tratamos de construir un todo, independientemente de las convicciones que tengamos en lo íntimo y lo espiritual.

Gracias a esto, tenemos derechos: la libertad de expresión, de caricatura, algo que ha hecho correr tanta tinta. Hace cinco años, cuando los que hacían caricaturas fueron asesinados, el mundo entero desfiló en París y defendió esos derechos. Hace poco tuvimos a un profesor degollado, a varias personas degolladas. Muchas de las condolencias fueron recatadas y vimos, de manera estructurada, a algunos líderes políticos y religiosos de una parte del mundo musulmán —que, sin embargo, intimidaron a la otra, me veo obligado a admitirlo— diciendo "solo tienen que cambiar su derecho". Esto me impacta, y como gobernante no quiero ofender a nadie —estoy a favor del respeto a las culturas y a las civilizaciones—, pero no voy a cambiar mi derecho porque ofende en otros lugares. Y precisamente porque el odio está prohibido en nuestros valores europeos es por lo que la dignidad de la persona humana prevalece sobre todo lo demás y por lo que yo puedo ofenderle a usted, porque usted puede, a su vez, ofenderme a mí, podemos debatir y discutir, porque nunca llegaremos a las manos, porque está prohibido y porque la dignidad humana está por encima de todo. Y estamos aceptando que dirigentes, líderes religiosos, pongan un sistema de equivalencia entre lo que ofende y una representación, la muerte de un hombre y el acto terrorista —así lo han hecho—y que se nos intimide lo suficiente para que no nos atrevamos a condenar todo eso.

Esto, para mí, quiere decir una cosa: la lucha de nuestra generación en Europa será una lucha por nuestras libertades. Porque están siendo quebrantadas. Y así, no habrá reinvención de las Luces, sino que tendremos que defender las Luces frente al oscurantismo. Eso es seguro. Y no nos dejemos atrapar en el terreno de los que no respetan las diferencias. Es un juicio simulado y una manipulación de la historia. El respeto solo es posible si se pone la dignidad humana por encima de todo, pero el respeto no debe ir en detrimento de la libertad de expresión. De lo contrario, no es un respeto real sino, en definitiva, el abandono de la discusión, de la conflictividad que puede existir en la discusión y el debate. Eso es lo que quieren. Europa tiene una responsabilidad en ese sentido, así que para mí la segunda batalla que hay que librar es la batalla por nuestros valores. Esta palabra parece genérica, pero es la lucha por las Luces.