El título de esta novela, Tokio Blues. Norwegian Wood, de Haruki Murakami, está relacionado con la canción "Norwegian Wood” (This Bird Has Flown) de The Beatles, compuesta por John Lennon y Paul McCartney, a la que se alude varias veces en la novela y que traducida literalmente al español significa “madera noruega”.
Se inicia cuando un treintañero llamado Toru Watanabe, llega a Hamburgo, Alemania, y escucha la citada canción de los Beatles, que lo transporta a los años de su juventud, a finales de la década del 60 del siglo pasado, cuando estudiaba teatro como podría estudiar física o historia, ya que su interés era la literatura occidental, preferentemente la estadounidense. Una década en que las universidades japonesas y de otros países constituían el centro de las protestas contra el orden establecido.
Al mirar hacia atrás nos cuenta el tránsito de su adolescencia y juventud a su adultez, una historia de iniciación que la vuelve interesante su fuerte carga nostálgica, el describir sin artificios temas que no se hablan dentro de la sociedad japonesa como el sexo o el suicidio –en este caso de los seres queridos-, la fugacidad de la vida, las referencias constantes a la música, los libros, la bebida, los acontecimientos políticos del momento, el pesimismo y falta de entusiasmo de los personajes, un mensaje final lleno de vida y de esperanza.
Salvo Reiko, los personajes –Naoko, Midori, Kizuki, Hatsumi– son adolescentes sumamente queribles, marcados por experiencias dolorosas en momentos que deben tomar decisiones sobre el futuro de sus vidas. Confusos, en soledad y sufrimiento, entre el dinero y los sentimientos, imperfectos en un mundo imperfecto.
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Haruki Murakami sabe vincularse con toda clase de lectores, especialmente con los jóvenes. Por lo que no sorprende que con “Tokio Blues. Norwegian Word”, editada por Tusquets, España, 2007, haya llegado a los cuatro millones cuando con sus libros anteriores no había superado la barrera de los cien mil.
“Aquel día Naoko habló mucho, algo poco frecuente en ella. Me habló de su infancia, de su escuela, de su familia. Cada relato era largo y detallado como una miniatura. Escuchándola, me quedé admirado de su portentosa memoria. De pronto, empezó a llamarme la atención algo en su manera de hablar. Algo extraño, poco natural y forzado. Cada uno de los episodios era, en sí mismo, creíble y lógico, pero me sorprendió la manera de ligarlo (…) Al principio asentía, pero `pronto dejé de hacerlo. Puse un disco y, cuando éste acabó, levanté la aguja y pinché otro. Cuando los hube escuchado a todos, volvíó a empezar por el primero. Naoko sólo tenía seis discos, el primero del ciclo era Sargeant Pepper`s Lonely Hearts Club Band, y el último, Waltz for Debbie, de Bill Evans (…) Cuando dieron las once empecé a sentirme intranquilo. Naoko llevaba ya más de cuatro horas hablando sin parar. Además, me preocupaban el último tren y la hora de cierre de la residencia. Esperé el momento adecuado para interrumpirla:
-Tendría que irme ya. Voy a perder el último tren.-Consulté el reloj.
Al parecer, mis palabras no llegaron a sus oídos. O, si llegaron, no las entendió. Enmudeció unos instantes y luego siguió hablando. (…) Así las cosas, lo mejor sería dejarla hablar cuanto quisiera. Y decidí olvidarme del último tren, de la hora de cierre del portal y de todo lo demás.
Pero Naoko no siguió hablando mucho tiempo. Antes de que me hubiera dado cuenta, se detuvo. La última sílaba quedó suspendida en el aire, como desgajada. Para ser precisos, no dejó de hablar. Sus palabras se habían esfumado de repente. Intentó continuar, pero ya no quedaba nada. Algo se había perdido. O quizás era yo quien lo había echado a perder. Tal vez mis palabras habían llegado finalmente a sus oídos, al fin las había comprendido y había perdido las ganas de seguir charlando. Me clavó una mirada perdida con la boca entreabierta. Parecía una máquina que hubiese dejado de funcionar al desenchufarla. Sus ojos estaban cubiertos por un velo opaco.
-Me sabe mal haberte interrumpido-le dije, pero es tarde y…
Las lágrimas afloraron a sus ojos, resbalaron por sus mejillas, cayeron en grandes goterones sobre la funda del disco. En cuanto vertió la primera lágrima, el llanto fue imparable. Lloraba encorvada hacia delante, con las manos apoyadas en el suelo, como si estuviera vomitando. Era la primera vez que la veía sollozar con tanta desesperación. Alargué la mano, la posé en su hombro, Éste se agitaba sacudido por pequeñas convulsiones. En un gesto casi reflejo, la atraje hacia mí. Continuó llorando en silencio, temblando entre mis brazos. Se me humedeció la camisa, que quedó empapada en sus lágrimas y de su aliento cálido. Los diez dedos de Naoko recorrían mi espalda como si buscaran algo. Mientras sostenía su cuerpo con la mano izquierda, le acariciaba el pelo liso y suave con la derecha. Me mantuve en esta posición mucho rato esperando que su llanto cesara. Pero ella no dejó de llorar.
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Aquella noche me acosté con Naoko. No sé si fue lo correcto. Ni siquiera hoy, veinte años después, podría decirlo. Tal vez jamás lo sepa. Pero entonces era lo único que podía hacer. Ella estaba en un terrible estado de nerviosismo y confusión; deseaba que yo la tranquilizase. Apagué la luz de la habitación, la desnudé despacio, con ternura; luego me quité la ropa. La abracé. Aquella noche de lluvia tibia no sentimos el frío. En la oscuridad exploramos nuestros cuerpos sin palabras. La besé, envolví con suavidad sus senos con mis manos. Naoko asió mi pene erecto. Su vagina, húmeda y cálida, me esperaba. Sin embargo, cuando la penetré sintió mucho dolor. Le pregunté si era la primera vez y ella asintió. Me quedé desconcertado. Creía que ella y Kizuki se acostaban. Introduje el pene hasta lo más hondo, lo dejé inmóvil y la abracé durante mucho tiempo. Cuando vi que se tranquilizaba, empecé a moverlo despacio y, mucho después, eyaculé. Al rato, Naoko me abrazó muy fuerte y gritó. Era el orgasmo más triste que había oído nunca.”