OPINIóN
el golpe del 6 de septiembre de 1930

El primer asalto al poder del siglo XX

Fue la primera de una serie de interrupciones de la legalidad institucional y extiende su larga sombra hasta hoy. Mal organizado, podría haber sido sofocado con facilidad, pero el desconcierto del gobierno, y del propio Hipólito Yrigoyen, lo impidió.

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Escenas. El dictador Uriburu, ya instalado, con damas de la sociedad. | cedoc

“Mientras más consecuencias tenga un acontecimiento, más difícil será imaginarlo a partir de sus causas”. François Furet, historiador francés.

Nuestra imagen del golpe que derrocó a Hipólito Yrigoyen y puso fin al ensayo democrático inaugurado más de tres lustros antes con la aprobación de la Ley Sáenz Peña está fuertemente determinada por la magnitud de sus consecuencias. Reconocemos 1930 como la primera de una serie de interrupciones de la legalidad institucional que culminó con la tragedia de la última dictadura; en un sentido más acotado, abre un período al que solemos denominar Década Infame. Se trata, por supuesto, de una mirada absolutamente legítima: es evidente que los sucesos septembrinos instalaron el golpismo en el menú de la política argentina, además de influir sobre la forma en que se configuró el juego político entre 1930 y el siguiente golpe,  en 1943.

Esta visión retrospectiva sobre un suceso tan cargado de secuelas adolece de un problema: para colocar las agitadas semanas que antecedieron al 6 de septiembre a la altura de semejantes consecuencias, inevitablemente buceamos en aquellas a la búsqueda de móviles y actitudes igual de contundentes. Así, podemos mencionar un listado que va desde una siempre presente oligarquía que ha perdido el poder y busca recuperarlo, pasando por el fascismo y el corporativismo militar, hasta los más variados intereses económicos, entre ellos el petrolero. Sin embargo, la enorme dimensión de esas causas no parece coincidir con la modestia y debilidad del movimiento golpista, ni menos aún con el desconcierto, el desorden y la imprevisibilidad que caracterizó cada una de las acciones de quienes lo protagonizaron de uno u otro lado. El 6 de septiembre se presenta a nuestros ojos como una secuencia causal lógica y racional, lo que hubiera sorprendido mucho a sus contemporáneos.

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Conspiración. La conspiración fue casi un fracaso total en el ámbito militar, y la columna que tomó la Casa Rosada podría haber sido detenida con un par de autobombas, si no fuera por el hecho de que, por una parte, la mayoría del personal de bomberos había intentado su propio golpe contra Yrigoyen en junio –bomberos que pretendían tomar el poder, una señal más del desconcierto general– y que, por otra, en el gobierno nadie dio nunca la orden de reprimir.

El líder del golpe, el general José F. Uriburu, era un oficial retirado y sin mando de tropa, al igual que todos los que adhirieron 

Ni los golpistas ni el gobierno tenían modelos o antecedentes a partir de los cuales planear algo parecido a un golpe. O, mejor dicho, sí tenían un modelo al que unos y otros recurrieron con frecuencia: las revoluciones de 1890, 1893 y 1905. 

Por ejemplo, con escasas excepciones, el vocablo más utilizado por opositores y oficialistas para describir el suceso proviene de esa tradición: “revolución”. Por supuesto, hubo otros, “cuartelazo” era el preferido de los críticos, pero esta última caracterización tenía un problema: en nada se parece la columna que tomó la Casa Rosada a esas imágenes pretorianas que nos ofrecen los golpes posteriores a 1943, más fácilmente asociables con un cuartelazo. 

Casi todos los observadores de la época hubieran coincidido con la frase del entonces capitán Juan D. Perón: “Solo un milagro pudo salvar la revolución. Ese milagro lo realizó el pueblo de Buenos Aires que, en forma de una avalancha humana, se desbordó en las calles al grito de ‘Viva la revolución’, que tomó la Casa de Gobierno, que decidió a las tropas a favor del movimiento y cooperó en todas las formas a decidir una victoria que, de otro modo, hubiera sido demasiado costosa si no imposible”.

Plan. El líder del golpe, el general José F. Uriburu, era, en 1930, un oficial retirado y sin mando de tropa, al igual que todos los oficiales en actividad del Estado Mayor Revolucionario y casi todos aquellos que habían sido contactados y prestaron su adhesión. El plan original era iniciar la marcha desde Campo de Mayo pero, a última hora, dado que ninguna de sus unidades adhirió, el plan fue modificado. Uriburu se trasladó, entonces, al Colegio Militar en San Martín, cuyo jefe, el coronel Francisco Reynolds, pese a sus conocidas simpatías con la UCR, había prometido su apoyo al golpe un día antes como consecuencia de la caída del ministro de Guerra, general Luis Dellepiane. 

Uriburu consiguió también el respaldo de un escuadrón de caballería y, al pasar la columna por Palermo, el de los Granaderos a Caballo. En Pacífico, en cambio, los regimientos de Infantería 1, 2 y 3, fuertemente armados, esperaban a los golpistas para tirotearlos. Prudente, Uriburu desvió su ruta original –que pasaba por la avenida Alvear–, eludió la zona y encaró hacia el centro por la avenida Córdoba.

Según algunos testigos, para entonces, la columna ya contaba con unos 1.500 militares entre cadetes y soldados, pero no fueron estos los que llamaron la atención: los uniformados se perdían entre medio de una desordenada multitud de civiles que aumentaba a cada paso. Entre ellos, había algunos pocos hombres armados –mayoritariamente militantes de la Liga Republicana y la Legión de Mayo–, pero lo que más impresionó fue el gran número de mujeres, jóvenes y hasta niños. 

El escritor Roberto Arlt, testigo presencial de esta marcha, describe así la variopinta caravana: “… en el recorrido de la calle Callao efectuado el sábado por los cadetes, todo iba en la gloria, pues, en los balcones, muchachas de todas las edades y matices pigmentarios arrojaban chocolatines, bombones, ramitos de violetas y de claveles (…) todas las muchachas batían las manos, y lo único que faltaba era una orquesta para ponerse a bailar (…) pero los que estaban de fiesta, sin grupo, eran los chicos que, al paso, seguían a la tropa”. El incidente de los disparos en el Congreso fue lo único que, al decir de Arlt, recordó que todo se trataba de una revolución y no de una fiesta al estilo de un carnaval.

Terminado el incidente, la columna siguió hasta entrar en la Casa Rosada sin mayores trabas. Para entonces, la sede de gobierno había sido invadida por civiles y, según relata el capitán Perón, cuando ingresó unos minutos antes de la llegada de la columna, el caos era tal que tuvo que improvisar un sistema de seguridad para poner orden y evitar destrozos. Solo cuando el general Uriburu se sintió dueño de la situación, y ante las renuncias escritas de Yrigoyen y de su vicepresidente, Enrique Martínez, los oficiales con mando de tropas de todo el país aceptaron, con meditada lentitud, a la nueva autoridad.

Preguntas. ¿Cómo pudo la columna recorrer por horas la ciudad hasta tomar la Casa Rosada sin mayor resistencia? Esta pregunta se hace todavía más relevante en cuanto se constata que la mayoría de los oficiales del Ejército simpatizaba con el radicalismo –y los que no asumieron una posición legalista en favor del gobierno legítimo– y que muchos esperaron o reclamaron, inútilmente, una orden de represión. La respuesta es siempre la misma: la imprevisión, confusión y perplejidad de los golpistas se reprodujo en el gobierno, pero con un agravante, ya que este ni siquiera contaba con el entusiasmo y el apoyo popular activo de los primeros.

Dentro y fuera del gobierno, todos sabían del golpe, en especial el ministro Dellepiane, fervoroso radical y hombre leal al presidente, quien conocía el nombre de cada oficial complotado. Por lo demás, le obedecían sin dudar todos los oficiales con mando de tropa, quienes le debían sus puestos. Pero, en pocos días, esta sólida barrera se derrumbó. 

Caos y confusión dominaron una "revolución" que tomó el poder, cuando nunca debió haberlo hecho.

La noche del 27 de agosto, Yrigoyen reunió a todos sus ministros y autorizó a Dellepiane a actuar contra los oficiales golpistas; al día siguiente, comenzaron las detenciones. Dos días después, Yrigoyen ordenó liberar a todos los detenidos, y Dellepiane, ofuscado, renunció: a partir de ese momento, la fuerza quedó descabezada, y el golpe era un hecho.

Los relatos coinciden en que el presidente no parecía entender la gravedad de la situación, ni menos aún la creciente impopularidad de su gobierno. Las razones son menos claras: algunos sostienen que, con la edad, había perdido lucidez; otros, que los ministros más allegados le impedían conocer la realidad. Es imposible saber la verdad; seguramente, haya sido un poco de cada cosa. 

Para Yrigoyen, no debía resultar sencillo aceptar que ya no gozaba de la popularidad de 1928, y que había perdido el apoyo de casi toda la opinión pública. Ni siquiera las elecciones legislativas de marzo de 1930, que no habían sido muy favorables para la UCR, lograron convencerlo. Tampoco debía ser fácil entender que podía ser víctima de un movimiento revolucionario como los que, en otros tiempos, él mismo había liderado contra lo que llamaba “el régimen”. Pero también es cierto que varios miembros de su gobierno, encabezados por el vicepresidente Martínez y el ministro del Interior –y ahora interino de Guerra–, Elpidio González, lo convencieron de que la situación no era tan grave como sostenía Dellepiane.

Todo lleva a pensar que el vicepresidente Martínez se imaginó como el beneficiario de la caída de Yrigoyen y que incluso algunos oficiales conspiradores, como el general Agustín Justo, quien se había reunido con él pocas horas antes del golpe,  lo convencieron de eso. 

Las razones de González, cuya lealtad a Yrigoyen está fuera de duda, son menos claras. Posiblemente pensó, como muchos otros radicales creían a esa altura, que la crisis del gobierno era tan profunda que no era posible salvarlo sin el desplazamiento del presidente. 

Represión. Como sea, el 6 de septiembre, ninguno de los dos ordenó la represión, pese a que González pasó la larga jornada en el Arsenal de Guerra al frente de tropas armadas, junto con los generales Severo Toranzo y Enrique Mosconi, ambos dispuestos a reprimir. Luego de la toma de la Casa de Gobierno, González simplemente rindió la plaza.

Tampoco hubo algo parecido a una resistencia popular. No la hubo el sábado 6. Sin embargo, el lunes 8, por la noche, luego de una gran manifestación en Plaza de Mayo reunida para asistir a la jura de Uriburu como presidente provisional, se produjo una reacción, probablemente liderada por Pedro Bidegain, conocido diputado radical porteño. Falsos llamados telefónicos alertaron sobre una “contrarrevolución” en marcha, la sublevación de regimientos y la toma de edificios oficiales. También pudo observarse la presencia de unos pocos camiones con militantes radicales que agitaban al público. Aunque todo era falso, la confusión en el gobierno fue tal que se produjo un enfrentamiento a tiros entre tropas de la Casa Rosada y del Correo Central, ambas convencidas de que el otro edificio estaba en manos de soldados radicales. Mientras tanto, civiles partidarios de Uriburu saquearon armerías y dispararon sin ton ni son para defender al gobierno de facto. Se trató solo de una forma astuta de aprovechar el caos y la confusión, pero nada parecido a una reacción popular.

Confusiones, incertidumbres, caos e imprevisión caracterizaron a una “revolución” que tomó el poder, cuando nunca debió haberlo hecho. Aun así, el 6 de septiembre extendió sus largas y oscuras sombras sobre el porvenir de la Argentina.

*UBA-Conicet.