Parte 1: La ida, la vuelta
La madre, la hija y el punto de no retorno
En esta secuencia de artículos que voy publicando en plena cuarentena estricta por la pandemia mundial del 2020 después de Cristo (hago mención clara de la misma porque seguramente quedará en la Historia como un momento único; ciertamente inédito hasta la fecha), la Integración será el tema central, el hilo conductor que me llevará a compartir con ustedes mi galvanizada convicción sobre la importancia que tiene fomentarla, celebrarla y practicarla en estos tiempos críticos que corren. Esta visión de integrar -e integrarnos- se hace hoy testigo de una marcada aceleración de los procesos, y con éstos, de una etapa vertiginosa, esperanzadora, y a la vez apabullante.
Importante aclaración: no estoy pensando tanto en la pandemia mundial –mero preludio de un desastre aún más grandilocuente- sino en el verdadero Gran Desafío que enfrentamos como civilización. Madre de todas las pandemias, hija del Hombre y de su “revolución”, somos partícipes de un momento bisagra en esto que hemos dado en llamar la Crisis Climática. Y nos queda muy tiempo para llegar al punto de no retorno…
Los que lean esto en el futuro nos dirán qué realidades construimos. Qué queda. Qué murió.
El águila y el cóndor, la era de la integración
Recapitulando
Hagamos un poco de memoria. En el primer capítulo hablamos de la integración entre atributos –en apariencia opuestos- que posee la naturaleza humana: la razón y la intuición, la mente y el espíritu, la acción y la contemplación, la codicia y la colaboración. Hablamos de la integración entre la civilización Occidental y sus interlocutores locales de los últimos siglos, herederos de los pueblos originarios, aún incluso de aquellos que existieron en Occidente mismo.
En clave metafórica, hablamos de la integración entre el “Águila y el Cóndor”. Esta integración, dijimos, responde a un cambio de conciencia colectiva que reconocemos como trascendental y necesaria, fruto de una maduración del individuo y de los pueblos. Hoy día parece ser un fenómeno incipiente; ocurre, al menos en ciertos aspectos y en algunos rincones de nuestra innegable globalización.
En el capítulo segundo (Ama tu Ritmo y Retorna a la Unidad), retrocedimos en el tiempo para reflexionar sobre la integración desde la perspectiva de los geómetras pitagóricos, descendientes de los sabios egipcios, descendientes éstos de los gimnosofistas de la India, descendientes –a su vez- de vaya uno a saber qué personajes mitológicos perdidos en el tiempo.
De la mano de la aquellos que “miden la tierra con los números sagrados”, hicimos el recorrido de la Existencia misma, desde el Kaos (la Unidad sin límites) hacia el Cosmos (el Orden fragmentado), y volvimos a integrar estas partes en un Todo primigenio, a través de un recorrido, de un “ida y vuelta” que es eterno, dual y trino, de una belleza poética que trasciende todo cuanto comprendemos.
En esta tercera parte del recorrido (y haciéndonos eco del ritmo, la relación, la vuelta a la Unidad que nos regala el número-idea “3”) vamos a ahondar un poco más en esto del “ida y vuelta”, acudiendo a la sacra -y hoy poco entendida- metáfora del Laberinto.
Ama tu ritmo, la era de la integración (segunda parte)
El camino del Héroe
Se desconoce el primer laberinto creado por el hombre, pero está en todas las culturas; en la egipcia y la pitagórica, en aquella druídica de la Europa ancestral y la Galaxia de Asia Central, en la Védica y en las amerindias, en África y Oceanía. El laberinto es el mito unificador de culturas más antiguo que se conoce; en términos históricos, el catolicismo, el judaísmo y el islam son sus más recientes manifestaciones. Sin dudas con el cine, las novelas y los comics (creadores de nuevas mitologías e intérpretes contemporáneos de las viejas) aparece también el laberinto manifestado en sublimes -y no tanto- variaciones.
No solo pienso en obras cuyo título o relato ofrecen un ejemplo manifiesto; por citar solo algunos: Laberinto (de Jim Henson), El Laberinto del Fauno (Guillermo del Toro), En la Hierba alta (novela de Stephen King), Las voces del Laberinto (comic emblemático de Garzón y Borés), El Jardín de los senderos que se bifurcan (obra de nuestro gran Borges, exponente irreprochable de la obsesión por esa relación eterna entre la idea del laberinto y el imaginario de los hombres).
También estoy hablando de otros laberintos; mejor, de otra forma de presentar al laberinto, más alegórica, más indirecta, pero igual de fundamental. La peregrinación (de ida y de vuelta en una dirección precisa, hacia un lugar objetivo) es una forma de laberinto, aventura del caminante que muere en la ida, para renacer en el retorno. El psicoanálisis –bien ejecutado- puede ser también una forma de experiencia laberíntica, donde el terapeuta nos acompaña a la distancia -cual Ariadna con su hilo- desenhebrando nuestro inconsciente y volviéndolo a enhebrar para así alcanzar sabiduría… como mínimo templanza. Mi preferida: la métrica narrativa del “camino del héroe”. Star Wars, El Hobbit, Matrix, Avatar, El Rey León y tantísimos otros, son también relatos laberínticos. El héroe en potencia que debe enfrentar su destino y así convertirse en la persona que el mundo necesitaba que fuera: aquella que siempre fue, velada y ahora manifiesta.
Retorno a la Unidad, la era de la integración (tercera parte)
Una sola entrada, un centro verdadero
Aquí se hace necesaria una aclaración crucial si queremos seguir indagando por los pasillos de esta alegoría universal de la integración personal, del encuentro de uno con uno mismo. No podemos seguir adelante si antes no reflexionamos un poco acerca de la importancia de “conocernos a nosotros mismos”, de integrar nuestras aclamadas fortalezas con nuestras supuestas debilidades, de lubricar el logos -la relación- entre el Yo individuo con el Yo universo, y así fundir nuestro ego con el Cosmos. El secreto del laberinto, su relato más sincero, es encontrar el centro para abrazarnos con el Minotauro y hacernos Uno con él…
Porque eso es lo que es un laberinto: un camino difícil pero marcado, predeterminado, que nos lleva por las sombras a lo más profundo de nuestra alma, al centro de nuestro destino, donde morimos al enfrentar nuestros peores miedos. ¿Cómo? Aceptándolos, abrazándolos, reconociendo nuestra fragilidad, nuestras humanas limitaciones. Y llorando como el niño que surge del útero materno, renacemos cuando logramos retornar a la luz, cuando encontramos la salida fulgurante que nos llama a atravesarla, y nos ciega con los rayos de un Sol nuevo.
Hace tiempo ya que el laberinto sufre de una consideración equivocada y sin prestigio. La idea errónea que acarreamos desde los jardines palaciegos del siglo XVI (o antes, no lo sé) del laberinto como un lugar para perderse, lleno de vericuetos improductivos y caminos truncos, lúdico en su aspecto más banal, metáfora de la condena para los perdidos. Eso no es un laberinto. La lengua inglesa tiene una palabra para esta mutación aberrante del verdadero camino del héroe: maze. Que no es lo mismo que labirynth.
La lucrativa maquinaria mitológica hollywoodense (o cualquiera de sus sucursales periféricas) haría un gran bien al reivindicar su identidad real con algún relato del imaginario popular, en clave siglo XXI, aprovechando la gramática audiovisual más novedosa, aún creyéndose “vanguardia disruptiva” (dejemos que sus egos se agranden; poco nos importa ya a esta altura).
Y así, entre todos, podríamos recuperar debidamente la noción de Laberinto; volviendo, con bombos y platillos, al punto de partida.