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Walter Benjamin | Cedoc Perfil
No me invitaron, no me invitaron! Entonces me invito solo. Quiero decir: nunca me invitaron a esos ciclos de lecturas públicas o de secciones de blogs en los que invitan a alguien a subrayar un libro o a elegir y leer sus párrafos favoritos. Pues entonces usaré el espacio que tan generosamente me concede PERFIL para llevar a cabo tal divertimento. Elegí un libro sobre el que ya había escrito alguna vez, precisamente con la ilusión de volver sobre esos subrayados. Lo elegí también porque me parece que hace sistema con un gran libro, recientemente publicado por Eterna Cadencia: Correspondencia 1939-1969 de Theodor Adorno y Gershom Scholem. Elegí entonces la correspondencia entre Hannah Arendt y Gershom Scholem, que leí ya hace cuatro años en francés (Seuil, París, 2012), mientras esperamos la aparición en castellano, que según me cuentan, ocurriría en una de esas editoriales españolas sobrevaloradas, con un catálogo muy por debajo del de Eterna Cadencia.
 
Empiezo con la primera cita, de una carta de Scholem a Arendt, del 19 de julio de 1951, en el que comenta de un modo muy crítico los trabajos de Arendt sobre el totalitarismo, en especial la relación (“de la que no estoy convencido”) entre antisemitismo y totalitarismo, para terminar con una recomendación impecable: “Sería tal vez admirable que usted estudie también en toda su profundidad el fenómeno ideológico de la liquidación del ‘cosmopolitismo’ por los comunistas”. ¿Por qué me interesó esa frase? Porque creo imprescindible, desde la izquierda, volver a pensar el cosmopolitismo, entendiendo el cosmopolitismo como lo que, en un solo movimiento, se opone a la globalización –la forma actual del imperialismo: el aplanamiento de todas las diferencias– y a su reacción nacionalista, generalmente populista de izquierda o derecha (dejando constancia de que, más allá de la sanata de algún especialista italiano, una grieta irreconciliable separa el populismo de izquierda latinoamericano del populismo de extrema derecha europeo).

La segunda es también de Scholem, de una carta del 6 de agosto de 1945, en la que hablando mal de Adorno –tema recurrente en toda la correspondencia– escribe: “La monstruosa seguridad de su estilo me da escalofríos”. De mi parte, nada para declarar.

La tercera es de Arendt, del 17 de octubre de 1941, en la que hablando de Walter Benjamin –el verdadero gran asunto de la correspondencia–, en especial de las circunstancias de su muerte, escribe: “Después, hasta septiembre, sólo tuve noticias de él por vía epistolar. Entre tanto, la Gestapo había pasado por su departamento y confiscó todo. Lo que estaba escribiendo mostraba que estaba muy deprimido. Sus manuscritos finalmente se salvaron, pero en ese momento él sólo podía pensar, con razón, que lo había perdido todo”. No diré nada que no haya sido mil veces dicho sobre las condiciones de vida, es decir, de escritura, lectura y reflexión de los intelectuales –en especial judíos y de izquierda– en la Europa de entreguerras o ya declarada la Segunda Guerra Mundial. Hoy, nuestras democracias pacíficas y los miles de dólares gastados en becas globales sólo dan como resultado personajes como Zizek o Boris Groys, a los que se nota tan cómodos en su rol y en su perspectiva intelectual: no ideas, sólo eslóganes.