COLUMNISTAS

Dónde ponerla

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Sin duda la política es un asunto apasionante porque implica niveles de acción que afectan materialmente la vida de la gente que, aun no participando de ella, padece o disfruta de sus consecuencias. Pero sobre todo lo es, a mi gusto, porque quienes se emplean en su práctica aplican recursos intelectuales propios de los juegos y de la literatura: pasión, invención, simulación, violencia, terror, persuasión, engaño. Esos rasgos, propios de la inventiva, derivan eventualmente en que algunos de sus oficiantes (llamados “políticos”) se convierten involuntariamente en escritores –en algunos casos grandes escritores–. También suele ocurrir que escritores abrumados por su deseo de operar sobre lo real (comprometidos, opinólogos, narcisistas, mistificadores o legítimos profetas de la palabra) dedican algún tiempo y buena parte de los jugos de su pasión al gran juego de la política. En este último caso, aunque obtengan algunos réditos sociales, algo de esa transferencia libidinal debilita su vínculo con la literatura. No recomiendo al lector esteta, por dar un ejemplo, la visita a la última novela de Vargas Llosa, que sólo un absurdo sometimiento universal a los poderes prestigiantes del Premio Nobel permite definir a amigos y enemigos como “buena literatura” y bastaría, por citar otro ejemplo, lo ocurrido con el sobrevaluado Pablo Neruda, a quien David Viñas definiera inolvidablemente como “un boludo con vista al mar”.

Toda esa pequeña introducción porque quería mencionar a Trotsky. El otro día encontré en la calle, a precio altísimo y cubierto con una coqueta protección de papel rojo que parecía convertirlo en un libro de Mao, una edición de 1938, publicada en Chile por ZigZag, de su libro Los crímenes de Stalin. Por motivos novelescos –quiero escribir un libro sobre los crímenes del georgiano vistos a través del lente de una bella conciencia stalinista–, compro al respecto todo lo que aparezca a tiro de la kalashnikov de mi mirada. Curiosamente, decepcionantemente, sorprendentemente, el libro de Trotsky (al menos las ciento cincuenta páginas que leí) se ocupa menos de los gulags y la burocracia y las acciones criminales del dictador que de las persecuciones a las que lo somete. El libro de Trotsky es un imaginativo y colorido despliegue de la cantidad de recursos empleados por su enemigo –decenas de millones de dólares repartidos en sobornos por todo el mundo, presiones económicas a los países que están dispuestos a amparar al prófugo, despliegue de patotas, sutiles acciones de inteligencia, tramposas y sórdidas manipulaciones sobre Kamenev y Zinoviev– con el único propósito de perseguirlo a él. Desde cierto punto de vista (el mío), Trotsky escribe el reverso del libro que me hubiera gustado escribir: el de una conciencia lúcida pero perturbada por un grado de paranoia extremo que, a juzgar por los hechos históricos, se revela como pura prudencia. Es curioso que Trotsky haya investido de envergadura intelectual a un rival triunfante al que no puede definir sino como un tarado, el gran tarado de la historia. Y es también apasionante comprobar cómo ese despliegue de operaciones retóricas que lo pasan de la política a la psicopatología y de allí a la lúcida entrevisión de su propio futuro se convierten en alta literatura. La primera lección a obtener de todo esto sería concluir que nunca desconfíes mucho de tu enemigo, por más idiota que lo consideres, porque podés terminar luciendo un pico de albañil en la cabeza. La segunda sería, desde luego, nunca adviertas a tu enemigo de tus verdaderas opiniones sobre él, porque si éstas no están a la altura de su verdadera esperanza, las consecuencias serán las previstas en la primera.

En otro libro que leí de Trotsky (ya no recuerdo cuál, creo que se titulaba La revolución bolchevique o La revolución rusa), el autor –que era per se el intelectual más destacado de esa gesta– se definía como “el segundo violín”, otorgándole la primacía político-musical a Vladimir Ilich Ulianov, “Lenin”. Extremando las relaciones hasta volverlas inviables, es decir, literarias, ¿no podríamos pensar tal vez que el problema de Stalin respecto de Trotsky era el de un amor no correspondido? Pensar a algunos de los popes de la revolución socialista de principios del siglo XX, barbados, pelados o peludos, como integrantes de una troika o más bien de un ménage à trois mal avenido, ¿no será acaso una operación espiritual reaccionaria, pero completamente estimulante? Del marxismo a la nariz de Cleopatra tal vez haya un solo paso.

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