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En la Ciudad Feliz

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Volví a Mar del Plata una vez más, es como el mito propio del eterno retorno. Cuando era chico, como mi viejo trabajaba con Alberto Olmedo y éste solía hacer las temporadas de verano en la costa, veníamos toda la familia para acá. Me gustaban los inmensos quioscos naranjas donde vendían cómics que compraba por las tardes. Me gustaba cuando llovía y, en medio del verano, hacía frío. Me sorprendía la playa Bristol, siempre al dente de gente y con el peligro de encender un cigarrillo y quemar a muchos: los veraneantes, con olor a bronceador, eran como un cuadro de Escher sobre la arena ardiente del mediodía: un cuerpo terminaba y se continuaba en el otro y así hasta el infinito. Y estaban los bañeros bronceados, iguales al hit musical de la temporada. En Mar del Plata hay gente que vive todo el año pero se esconde o se camufla durante el verano cuando llegan los veraneantes y los falsos surfers. Es una suspensión momentánea de la cotidianidad. A veces, los dos mundos se interrelacionan, a veces colisionan y hay accidentes y muertos a granel. Así como mucha gente decía “Norteamérica” en vez de Estados Unidos, nosotros decíamos “nos vamos a Mardel”. En esa época un largo tren que salía de Constitución nos ponía, tras seis horas, en las afueras de la ciudad. En algunos casos la máquina se detenía en medio del camino y uno podía escuchar los ruidos nocturnos de los bosques bonaerenses. Y de golpe, estábamos entrando en la periferia del mar. La Ciudad Feliz para los spots publicitarios pero para mí una ciudad más personal, más oscura: Mar del Plata es un narrador en el que la técnica y la metafísica no se pueden dividir, porque es muy bueno. Acá se vivieron amores y tragedias y la gente fabricó mitos hasta para los alfajores: que los dueños de tal ya no los hacen, que los verdaderos alfajores marplatenses están ocultos bajo otro nombre. No sé si existe Tlön, Uqbar, Orbis y Tertius, pero no importa porque existe Mar del Plata.