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Estratos y protocolos

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Mis resquemores para con este año bisiesto eran muchos (para mí son siempre funestos), pero éste está superando todo lo previsto. Por si las moscas, rechacé una invitación a un encuentro en Bogotá (Colombia). La casualidad quiso que mi hija visitara esa ciudad por razones laborales y me trajera un curioso informe sobre estratificación social.
La ciudad de Bogotá está zonificada en estratos del 1 (el más bajo) al 6 (el más alto), según el barrio de que se trate y el tipo de edificación. Según el estrato en el que uno viva, se calcula el costo de los servicios y los subsidios que se reciben. El sistema parece justo, pero es estigmatizante. Supongamos que uno elije vivir en un estrato inferior al que sus ingresos le permitirían, para beneficiarse con una carga impositiva menor o con mayores subsidios: quedaría, de ese modo, fijado a un estrato, como si fuera un bien inmueble. Un empleado de la multinacional que mi hija visitaba se etiquetó a sí mismo como estrato 4 (el 10 % de la población, el que paga el costo “real” de los servicios, sin subsidios ni sobreprecios).
En India hay un sistema de castas que también supone privilegios y accesos a la educación y al mercado laboral. No se trata precisamente de ejemplos de sociedades con movilidad social, a lo que habría que aspirar como un absoluto.
En Bogotá nos alinearíamos con la socióloga Consuelo Uribe Mallarino, para condenar: “El poder clasificatorio de la estratificación” que “marca la identidad de los colombianos hasta el punto de que, cuando se busca compañía, el estrato se coloca (en los anuncios personales) al lado del sexo, la contextura física o la edad”. En el caso de India, no tengo idea. Pero en Argentina, en cambio, ni siquiera esa sutileza se nos permite. Están los que se benefician con cada uno de los anuncios de (des)gobierno (estratos 5 y 6) y están los que bisiestamente nos ahogamos en la inflación, las paritarias techadas y los aumentos tarifarios (más allá de la quita de subsidios que, como se venían aplicando, eran una locura que ni en Bogotá habrían admitido).
Para cualquier sistema confiable de subsidio con vocación redistributiva (recupero esta palabra arcaica, pero necesaria), harían falta estadísticas y censos, que este gobierno ya lanzó al sumidero cloacal, junto con cualquier otra esperanza. Yo sigo sosteniendo una: que no nos maten las legiones y cohortes protocolares de Patricia Bullrich.