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Mis ladrillos

La Abuela Ana (en realidad era mi bisabuela, pero la llamábamos así) movía con dedos diligentes la llave de caña hueca y doble pala de la caja fuerte Matths Gruber de mi abuelo paterno, su yerno –que a pocos metros de ellas aporreaba la máquina de escribir envuelto en el humo grisáceo de sus Saratoga o La Colmena Extra–, y sacaba algunos fajos de billetes. “Tu abuelo es muy inteligente, pero un poco tontaina con el dinero.” Y se marchaba con sus largas polleras negras, taconeando sobre el piso de la biblioteca rumbo al recibidor, donde la esperaban un escribano y el propietario de una casa a punto de cambiar de manos.

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La Abuela Ana (en realidad era mi bisabuela, pero la llamábamos así) movía con dedos diligentes la llave de caña hueca y doble pala de la caja fuerte Matths Gruber de mi abuelo paterno, su yerno –que a pocos metros de ellas aporreaba la máquina de escribir envuelto en el humo grisáceo de sus Saratoga o La Colmena Extra–, y sacaba algunos fajos de billetes. “Tu abuelo es muy inteligente, pero un poco tontaina con el dinero.” Y se marchaba con sus largas polleras negras, taconeando sobre el piso de la biblioteca rumbo al recibidor, donde la esperaban un escribano y el propietario de una casa a punto de cambiar de manos.
Para mi abuela Ana, el secreto de la fortuna consistía en guardar el dinero en su domicilio para invertirlo en ladrillos. “Los señores superiores de los bancos siempre terminan arreglándose entre sí”, decía con su instinto de inmigrante, “...pero una casa siempre es una casa”. A mí me parecía una reflexión perfectamente sensata, mientras sacaba de una caja en cuya ilustración jugaban dos niñas y un muchacho con camisa blanca de mangas cortas y corbata, mis bloques de goma para encastrar pensando en el albergue que construiría, con su techo verde a dos aguas y sus dinteles blancos. A propósito, el juego se llamaba “Mis ladrillos” y me lo había regalado la Abuela Ana.
En febrero de 2009, ante el torbellino de la explosión de las deudas públicas, las reducciones de las cargas impositivas, las rebajas de los costos laborales y los subsidios para la adquisición de bienes, la Abuela Ana habría cruzado los brazos por encima de sus pechos generosos, achinado los ojos zarcos y murmurado a los banqueros de pesadilla y a los que tenían otras ideas en materia de ahorro: “... hum..., hum..., hum...”.
El Fondo inmobiliario Santander Banif es el mayor y el más antiguo del mercado español. Hacia fines del año pasado administraba 3.409 millones de euros y tenía 69.864 miembros. Ofrecía una rentabilidad del 1,37% anual, algo menos que el 1,55% de esta familia de fondos. A lo largo de 2008 sufrió una pérdida patrimonial del 18%. Antes de la primera quincena de febrero, los inversores recibieron una carta por la que se les comunicaba que el Fondo iba a proceder a una retasación a la baja de los inmuebles de la cartera, “...lo que deja en una absoluta indefensión a unos partícipes que confiaron en un banco y en un producto que era comercializado como de bajo riesgo para un perfil de inversor conservador”, según se lamenta Ignacio, un participante en un foro de finanzas por Internet. Si la minusvalía llegara a ser del 15%, eso equivale a la evaporación de los rendimientos de varios años. Pero allí no terminan sus cuitas. En la anterior “ventana de liquidez” (oportunidad que tienen los inversores de retirarse de su posición a cambio de dinero), que tuvo lugar en el mes de octubre de 2008, su intención había sido salirse del Fondo, pero “...el director de la sucursal me lo quitó de la cabeza aduciendo que, ‘al basarse en alquileres, la crisis inmobiliaria no le afectaba para nada’”. Ahora el empleado se ampara en que sólo transmitió lo que le habían ordenado decir. Pero eso no es todo: la minoración del valor de la cartera recién se sabrá luego de la “ventana de liquidez” de febrero, por lo que Ignacio debe tomar una decisión volando sin instrumentos. Si mantiene la posición, aumenta su riesgo; si se sale, debe pagar una comisión que estima en el 3,40% de su activo. “Creo que es solamente una forma de hacer caja a costa de algunos partícipes porque, lo que es seguro, los mejores clientes de Banif y familiares estarán ya a salvo”, concluye muy argentinamente.
Gonzalo, por su parte, cuenta su peripecia: “... yo también tenía fondos inmobiliarios del BBVA, pero durante todo el año ya se veía que la cosa no iba bien y luego ellos mismos me llamaron personalmente a casa para explicarme cuál era el problema, dándome la opción a salir en una ventana extraordinaria que abrieron a fin de año. La verdad es que no tengo claro qué hay que hacer, aunque supongo que lo más sensato es coger el dinero y salir corriendo y, según sean las pérdidas, agruparnos y demandarlos. Yo estoy dispuesto a seguir defendiéndome de tamaña estafa”. Braulio, nada argentinamente, añade: “...en principio huele muy mal, por lo que se impone una inspección por la CNMV (Comisión Nacional del Mercado de Valores de España), entidad administrativa, y mejor por los tribunales, quizá por vía penal por si presuntamente hubiera causa para ello. Los tribunales pueden llegar mas lejos que la CNMV, y además son independientes. Son la máxima garantía”. Otra vez Gonzalo, esta vez universalmente: “...encontrarán una dirección electrónica, a la que pueden dirigirse, si se quieren asociar para tomar alguna acción legal contra el Banco de Santander, por su posible fraude respecto a este fondo”.
La Abuela Ana habría movido gravemente su cabeza de emperatriz, tocada por una diadema de cabello blanco, y soltado –sin comprender demasiado el punto–: “Ladrillos son los propios, ¿cómo se les ocurre pretender que los ajenos les van a dar de comer?”. El congelamiento de los reembolsos a los inversores en hedge funds (fondos de cobertura) no hace tiritar solamente a España. Entidades de los Estados Unidos, Alemania, Francia, Suiza, Inglaterra y España optaron por la misma receta. Según Tomás Lukin, el cálculo es que durante 2008 los activos de los fondos cayeron alrededor de un billón de dólares, y que los inversores retiraron entre 400 y 500 mil millones de dólares. Distintos especialistas consideran que la industria desregulada de los hedge funds podría perder este año hasta el 50 por ciento de sus activos. Todo parecido con el “corralito” de Domingo Cavallo es verdadero, lo que legítimamente podría darle al ex ministro argumentos para iniciar una reclamación en concepto de derechos de autor.
Todas estas tribulaciones tienen lugar en un marco de aún mayor complejidad. El mundo se debate en una batalla entre la depreciación mundial y la apreciación del dólar norteamericano. Nouriel Roubini defiende la tesis de que no necesariamente el inconmensurable déficit de los Estados Unidos será inflacionario, y llama a esta situación “stag deflation” (por oposición a la “stagflation” de los 70, cuando no había crecimiento y los precios subían): según su punto de vista, no habrá crecimiento y caerán los precios, una depresión con una denominación menos deprimente a primera sangre. Las cuatro fuerzas a las que Roubini anuda la “stag deflation” son: caída en la demanda de los mercados de bienes; “acoplamiento” con la recesión estadounidense del resto del mundo; caída global en los mercados de trabajo, y moderado deslizamiento de los precios de las commodities. Y añade que las medidas de liquidez adoptadas por la Fed para recapitalizar los bancos y restaurar el flujo de crédito no son inflacionarias porque al final del día, cuando los mercados se normalicen, el banco central podrá aspirar cualquier exceso de liquidez antes de que se vuelque sobre la economía real. Sin embargo, no todos están de acuerdo con el profesor Roubini. El especialista australiano Dan Denning sostiene que el gobierno se hace con dinero de tres maneras: por vía de impuestos, ahorrando o imprimiendo. La idea de Obama es reducir impuestos, de modo que hay que descartar esta vía. En cuanto a ahorrar, lo que se podía ya se ha hecho y el resto es para el largo plazo. Sólo queda imprimir, y –como dice Denning– pruebe a sacar la nafta de un motor en marcha y ponerla de nuevo dentro de la botella, a ver cómo le va.
Si la Abuela Ana hubiese leído El XVIII Brumario de Luis Bonaparte habría dicho que no estamos frente a una caída sino frente a una caducidad. Si se hubiese enterado que según Roubini dentro de 2009 los mayores bancos norteamericanos estarán nacionalizados, habría repetido que “...todo lo que existe merece perecer”. Y acaso no habría estado muy errada.

*Ex canciller.

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