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democracia genuina

Sobre la impunidad de las palabras

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Con las palabras se hacen cosas. Y con un discurso que puede resultar atractivo en los claustros o en las revistas académicas, nos están construyendo una realidad que nos es impuesta por una matriz clientelar o rayana en la insensatez.
Mientras que Occidente se fundó en el criterio de verdad, con el tiempo éste fue sustituido por el criterio de verosimilitud –que tiene sólo la apariencia de verdad (pues es creíble), pero que presta valor de verdad a los hechos. Aunque ese valor de verdad es precario, interino y provisional, se trata de una construcción discursiva que puede adquirir cierto sentido toda vez que puede ser contrastada con la realidad o cuando menos conserva cierta coherencia. Así pues, lo verosímil se identifica con lo que el común de la gente o la opinión pública cree que es “lo real”.
Desafiando ese criterio, el neoactivismo judicial en complicidad con una pasión legislativa afiebrada y espasmódica produce actos discursivos que, aunque inverosímiles para el sentido común, producen efectos reales. Por poner apenas un par de
ejemplos recientes –y con el sólo fin de no forzar la memoria del lector, quien puede acudir al dios Google para hurgar sobre desvaríos afines– recuérdese la equiparación del trabajo de los presos con el trabajo del ciudadano que vive en el marco de la ley. O el subsidio a los transexuales en un país donde los jubilados cobran una cifra miserable. O fundándose en la Pachamama, el reconocimiento jurídico de la categoría de sujeto no humano a un simio (cuando bastaba un recurso de amparo para su traslado) por parte de la inefable Cámara de Casación liderada por Slokar, cuyos fallospromueven que los sujetos humanos también vivamos en cautiverio.

Ni siquiera se valen, entonces, de lo verosímil.
Un neoactivismo emanado del aparato del Estado se expresa en un término que parece atravesar todas las prácticas en la Argentina: la impunidad. Porque embanderados en la pretensión de satisfacer valores superiores como la ampliación de derechos o la distribución de la riqueza o la igualdad ante la ley, encubren el incumplimiento de las normas vigentes y de los más elementales y genuinos derechos humanos.
Un Congreso blindado por una mayoría colaboracionista silencia la premisa subyacente en todo Estado de derecho: los representantes son los depositarios de la voluntad de la ciudadanía. Y en calidad de representantes, deberían guiar sus decisiones según los valores de la sociedad que dicen representar. Desafiando ese poder delegado transitoriamente, los legisladores que discuten y crean las normas, los jueces que las aplican o que omiten su cumplimiento, son el instrumento de acoso y de derribo al que está sometida la representación política clásica. Pues mientras la democracia sólo puede realizarse en un mundo de reglas previsibles y ciertas, nuestra forma degenerada de hacer política se vale de normas constantemente impuestas por la fuerza, negándose la noción misma de representatividad.
Con semejante perturbación progenitora de leyes y fallos fallidos, somos los primeros del mundo en esta ampliación de derechos retóricos en un país atravesado por la marginalidad o por el “hambre de agua”, cuando no, como enseña un tango, “abrazado al rencor” por las generaciones sacrificiales que manchan nuestra historia. Si analizamos el prontuario judicial y legislativo, concluimos que si Fellini filmara hoy en la Argentina, se dedicaría a los documentales.
Si espero algo para nuestra Argentina en 2015, puedo soñar con la recuperación de la vergüenza y un retorno a una democracia genuina. Pero harta del realismo mágico, y puesto que nuestra dirigencia no sabe morirse políticamente a tiempo, pido que los votantes evoquemos los versos de Serrat: “No esperes del mañana lo que no te dio ayer”. O sin tanto análisis del discurso ni bello poemario, retornar al olvidado sentido común y rogar: “¡Etica, valores, vuelvan de una vez!”.

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*Doctora en Filosofía. Miembro de Usina de Justicia.