COLUMNISTAS

Un reformador gradualista

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Hay diversos planos desde los que puede ser leído el ascenso del cardenal Jorge Bergoglio al papado. En el trasfondo de los motivos atribuidos a la renuncia de Benedicto XVI y los problemas que atraviesan a la Iglesia de Roma, el hecho de ser el primer papa latinoamericano, el primer jesuita que llega al sitio de Pedro, y las primeras manifestaciones de personalidades públicas después de su designación, muchas interpretaciones son plausibles. Todas pueden contener algo de cierto y tal vez ninguna dé cuenta de los motivos que llevaron al cónclave a elegir a Bergoglio. Por otro lado, es notorio el clima de excitación palpable en la sociedad argentina, que tiene, por cierto, mucho de superficial y exitista, como si la elección de una persona para una posición como la de jefe de la Iglesia, o, por caso, el ascenso al trono de una reina en Holanda, o el mejor jugador de fútbol del mundo, fueran hechos suficientes para compensar la tremenda pérdida de autoestima que sufrimos los argentinos.

Lo que sabemos no es poco. Antes de convertirse en Francisco, si algo caracterizó a Bergoglio fue su equilibrio y su prudencia, su humildad y su actitud firme y a la vez conciliadora en el campo de la política, su austeridad y su ecumenismo. El mero hecho del nombre elegido para ejercer el pontificado habla de los valores que aspira a encarnar.

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Es rebuscado rastrear aquí significados relativos a la situación política argentina, sin duda absolutamente ajena a las razones que pudieron llevar a 115 obispos a esta elección. Por eso mismo, es poco pertinente reflotar ahora los desacuerdos entre Bergoglio y los gobiernos de los Kirchner. Más bien, en todo caso, puede haber una señal en la designación de un latinoamericano; la prácticamente unánime congratulación expresada por dirigentes políticos del continente de los más diversos colores ideológicos es una señal de la neutralidad política del ascenso de Francisco.

Me resulta imposible discernir en qué medida este papa será un reformador y en qué medida un conservador en los asuntos de la Iglesia y en su posición en el mundo actual. Representa, sin duda, la cara de una Iglesia más orientada hacia sus valores primigenios que hacia el ejercicio crudo de los recursos de poder que caracterizó en tan gran medida al papado a lo largo de su historia. Pero también lo fueron sus dos predecesores, y sin embargo no fueron demasiado reformadores –hasta la renuncia de Benedicto, interpretada por muchos observadores como una señal potente de que algo debe poner un límite a ciertas realidades y algo debe cambiar en la Iglesia–.

Proyectando la historia conocida de Bergoglio, podría esperarse del papado de Francisco la búsqueda de un cauteloso tránsito hacia prácticas financieras y administrativas más profesionales y transparentes, y hacia una actitud más firme ante los malos hábitos sexuales de muchos sacerdotes –todos temas que, a los ojos del público, en mayor medida caracterizan la problemática de la Iglesia actual–. Sin duda, hay otros problemas menos visibles y no por eso menos complejos, como la renuencia a discutir los asuntos de género que el mundo está encarando sin prejuicios, las prácticas sexuales que las sociedades crecientemente aceptan y algunos principios tan fuera de época en este mundo plural como el de la infalibilidad del papa. Esencialmente, a lo largo de los tiempos, y en medida acelerada en los más recientes, la Iglesia ha ido quedando desfasada frente a los cambios en las escalas de valores, en las costumbres y en las expectativas de la gente. Es un desafío de magnitud, una tensión en la que están en juego por un lado los vínculos con las sociedades y por otro lado la integridad de la institución eclesiástica.

Sospecho que el papado de Francisco estará orientado hacia lo que el historiador católico norteamericano Paul Kennedy transcribe en un reciente artículo que un amigo puso en mis manos: “Esta es la prueba de fuego: ¿amas a tu prójimo desconocido como a ti mismo? ¿Amas a tu prójimo sucio, harapiento, maloliente, carenciado, como a ti mismo? Porque temas como el matrimonio de los sacerdotes, el divorcio, la contracepción, el idioma de la liturgia, hasta la pena de muerte, son notas de pie de página al lado de ese tema crucial”. Sin duda, muchos no concordarán con esa agenda, pero define un programa.

Aunque, desde luego, los equilibrios en la política interna de la Iglesia no podrán quedar al margen si este papa está llamado a acercarla al mundo real de nuestros tiempos. Hay razones sobradas para pensar que la experiencia en el manejo de los asuntos de la política es un capital cosechado por Bergoglio en su paso por el Obispado y el Arzobispado, y a anticipar que los manejará con la prudencia y a la vez la firmeza de la que hizo gala hasta ahora. Tal vez sea un reformador gradualista, hasta imperceptible, pero llamado a dejar una impronta histórica.



*Sociólogo.