La sustracción del poder del analista para otros fines que no sean aquellos que tengan al análisis mismo como meta, es condición ineludible para cualquier analista. La finitud del análisis, la prohibición de actuar el cuerpo erótico, el secreto profesional, son mandamientos que deben ser respetados y merecen una actitud alerta; no sólo a las formas más escandalosas y ostensibles de trasgresión, sino a las formas subliminales y racionalizables.
La perpetuación del análisis a través de múltiples recursos, la relación sexual entre analistas y analizandos, y la infidencia son, más que excepciones, parte de la escabrosa historia y cotidianidad de la institución psicoanalítica. Pero la responsabilidad del analista hace, también, a la eficacia en la producción teórica y a la rigurosidad en la clínica.
Si la clínica apunta al relieve de lo singular, la teoría, por el contrario, busca la generalidad, la totalización de sus afirmaciones. Lo que es peor aún, la institución busca el consenso. De modo tal que casi todo el trabajo analítico queda desvirtuado cuando la clínica se pone al servicio de ilustrar y glorificar la teoría. Cuando la institución demanda la sacralización de la teoría y cuando los maestros exigen una adhesión acrítica, entonces, el anatema reemplaza a la controversia. Estamos ante nuevas formas de mala praxis aunque sus características no estén inscriptas en código alguno.
* Médico, Psicoanalista.