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nacional y popular

¡Basta!

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Aunque no ocurra con mucha frecuencia, las cuestiones que circulan en el espacio público permiten a veces –a condición de que uno sacuda un poco el discurso de los medios– la reflexión sobre algunos problemas de fondo. Recientemente hubo dos temas, uno cualitativo y otro cuantitativo.

El cualitativo tiene que ver con la identidad nacional. Mis lectores saben que a propósito de temas relativos a las contradicciones de las democracias en que vivimos, suelo evocar lo que pasa en otros países. Hace tres semanas intenté hacerlo en el programa Argentina para armar, de María Laura Santillán, con alguna referencia a los casos de corrupción en Francia y a los indignados españoles, y mi actitud irritó profundamente a uno de los participantes de la mesa, Eduardo Levy Yeyati. De la mayor parte de la discusión, en realidad, los televidentes ni se enteraron, porque tuvo lugar off the record. El señor Levy Yeyati expresó enfáticamente que la Unión Europea no está en crisis y que además él es argentino y lo que le interesa es la situación argentina. Y sí: el mecanismo de identificación nacional produce un empobrecimiento de la reflexión. Puede llevar además a actitudes discriminatorias (alimentadas abiertamente, dicho sea de paso, por varios gobiernos europeos). En el caso argentino, por ejemplo, reclamar que los bolivianos vuelvan a su país (que está tan bien con Evo) en lugar de sacarles trabajo a los argentinos. Que quede claro: el señor Levy Yeyati no manifestó la más mínima opinión discriminatoria. Pero en términos de los espacios mentales que recogen las encuestas de opinión pública, la identificación nacionalista suele no estar muy lejos de la discriminación racial.

Sin duda, la ola de discursos patrioteros de estos últimos días a propósito de la Revolución de Mayo no ayudó a mejorar mi ánimo. Las condiciones distorsionadas de reclutamiento de la clase política, la corrupción, la desigualdad, la injusticia, no son delitos contra los argentinos, son crímenes contra esa humanidad que cada uno de nosotros representa. Que alguien me explique a quién carajo le importan hoy French y Beruti o de qué nos sirvió, en los últimos cincuenta años de la historia del país, sentirnos argentinos. En lugar de celebrar todos los días la nacionalidad de Messi, de Ginóbili, del Papa y de no sé quién más (Maradona ya da un poquito de vergüenza, ¿no?), lo que no deberíamos olvidar nunca es que el asesino Videla también era argentino.

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El tema cuantitativo es el de las condiciones de pertenencia de los ciudadanos a determinados sectores de la sociedad, y allí entra la famosa cuestión del “para todos”, esa fórmula vacía, destinada apenas a preservar la buena conciencia de presuntos progresistas. Hace unos días y en ocasión de recibir el doctorado honoris causa de la universidad de Burgos en España, Umberto Eco afirmó en una conferencia de prensa que la universidad “debe ser para una elite” como lo fue en otros tiempos, y mencionó los problemas del exceso de alumnos y del creciente impacto de internet sobre la relación pedagógica. Sus declaraciones produjeron de inmediato un escándalo que fue retomado por toda la prensa internacional. (No hay que olvidar que en el contexto europeo, cuando Eco dice “universidad” está pensando en la universidad pública, que ha sido la universidad dominante –y lo sigue siendo– tanto en Italia como en Francia. O sea: la oposición público/privado no es en su caso pertinente, como en cambio lo es en América latina.)

Los que entre nosotros se llenan la boca con la “universidad abierta a todos” conocen perfectamente el fracaso y la ineficacia institucional que se desprenden de los resultados de la universidad pública argentina considerada en su conjunto: de los estudiantes que ingresan, la gran mayoría (variable según las especialidades) abandona, habiendo perdido inútilmente varios años de su vida. Proclamar el acceso libre e irrestricto sólo sirve para no plantearse nunca los verdaderos problemas de la educación superior. No vamos a resolver así la desigualdad de oportunidades en la formación de los jóvenes, consecuencia directa de las desigualdades sociales. Y que nadie me haga decir que estoy por las universidades privadas y contra las públicas. Desde el retorno a la democracia, seguimos esperando un gobierno que se decida a poner sobre la mesa un plan de reforma integral de la educación nacional. (En los países europeos –con perdón– pasa lo mismo. La Unión buscó apenas uniformar, con criterios burocráticos, los distintos niveles de la enseñanza superior).

¿Fútbol para todos? ¿Tango para todos? ¿Carne para todos? ¿Dulce de leche para todos? No, muchas gracias. A mí me trae por favor una caipirinha. ¿¡Cómo que no hay!?
 

*Profesor emérito Universidad de San Andrés.