Durante noviembre y diciembre del año pasado, la expansión monetaria creció un 25%. No es extraño: ya en las postrimerías de su gobierno y sabiendo que debía entregar el poder al adversario triunfante, Macri apostó todo a que ese acto fuera el sinónimo de un éxito: terminar en tiempo y forma sus cuatro años de mandato constitucional.
Con la asunción del Frente de Todos, la preocupación por no excederse en la maquinita de imprimir billetes pareció algo secundario al lado de las urgencias que emanaban de la consigna de “tierra arrasada”. Y en diciembre el impulso expansivo siguió su curso casi en simultáneo con la reaparición de una vieja polémica, tan fácil de acomodarse a las discusiones tuiteras en la era de las grietas. Si el gobierno de Macri había minimizado la emisión monetaria e igual hubo inflación y recesión, ¿por qué no probar con expandir la oferta de dinero y así llenar el bolsillo de los sufrientes ciudadanos y también alentar la producción? Un reduccionismo que se replica en este gran laboratorio social en que se ha convertido la Argentina del último medio siglo: la discusión entre monetaristas “ortodoxos” y la heterodoxia de la “teoría monetaria moderna”, que postula la autonomía del Estado para decidir sobre la cantidad de dinero en circulación. Discusiones que se desarrollan en ámbitos económicos estables y donde la inflación empieza a ser una catástrofe si pasa del dígito anual.
Desde que alguien inventó la moneda de curso legal, los que debían sostenerla para su aceptación universal se encontraron con una limitación insalvable: la confianza depositada en ella por parte de quienes debían convalidarla equiparando la riqueza que decía que valía con lo que realmente significaba. La picardía criolla en la materia ya tenía antecedentes cuando los gobernantes de turno, y de cualquier origen, pretendían estirar, quitándole metal precioso, primero, para acuñar más y luego, con la aparición del papel moneda, simplemente imprimir un poco más. Desde la época de Xenofonte (Grecia, siglo IV a.C.) a la fecha, ningún economista debería sorprenderse por la maniobra: la economía surge justamente para administrar la distribución de bienes escasos ante necesidades múltiples y alternativas. Y en una visión dinámica, los caminos para agrandar la torta a repartir. Por lo tanto, mientras el dinero siga representando riqueza, lo que lo limita es justamente la imposibilidad de multiplicarla en el corto plazo. Un corsé que hace a la esencia de la “ciencia maldita” y cuyo desafío no es ignorarlo sino aprender a encauzarlo.
El dinero está diseñado para cumplir cuatro funciones principales: unidad de cuenta (medida del valor de las cosas), de intercambio (para establecer comparaciones entre los precios de productos en lugar del trueque), un medio de pago (aceptado) y un depósito para la acumulación de valor en el tiempo. Cuando falta alguna de estas, el dinero empieza a perder su razón de ser. No porque así se regule, sino porque pierde el favor del público.
Si la confianza de parte del público es lo que explica el éxito o el fracaso de una moneda como fiel cumplidora de los roles para la que fue creada, un indicador inapelable es la comparación de la cantidad de dinero en circulación en relación con el Producto Bruto Interno (PBI). Así como el promedio de los prósperos países de la OCDE arroja un 116%, según la estadística del Banco Mundial, la Argentina solo llegaba al 28,5% para fines de 2018. Un indicador que solo mejora la posición de los países africanos en conflicto civil desde hace años y que está muy por debajo de sus vecinos de la región: Brasil (96%), Bolivia (90%) o los Estados Unidos (90%).
El camino adecuado para recuperar la autonomía monetaria y volver a tener moneda no está en las declamaciones al respecto sino en convencer a “la demanda” de que serán erradicadas las causas que socavaron su naturaleza: el desbalance monetario y fiscal que, tarde o temprano, termina replicándose en la inflación más persistente del mundo.