No sé si Francis Ponge les dedicó a los conejos –esos seres suaves, dóciles y sin armas– algún poema de observación. En la única de las Matrix que valen la pena, Neo es contactado por la resistencia con la frase virtual de que tiene que seguir al conejo. Y John Updike –tan parecido a Macaya Márquez– escribió una larga saga de su personaje cuyo apellido era Conejo. Creo que todos hemos conocido alguna vez a alguien que se apodara “Conejo”. Yo conocí al Conejo que me corresponde en la casa de una gran amiga, Ana. Este Conejo era uno de esos amigos que son como estrellas fugaces, que pasan por nuestra vida a la velocidad del sonido y que hacen que nuestra existencia sea menos aburrida. Son a la amistad lo que la deconstrucción fue a la filosofía, una rampa necesaria y peligrosa, algo que hay que puntuar porque te puede llevar puesto.
Amigos intensos que con su carácter volátil te logran estresar, pero siempre los queremos. ¿Saben de qué hablo? ¿Quién no ha tenido un amigo así? Esas amistades que nuestros padres desalientan pero que a nosotros nos inspiran. Hasta cierto punto. Después uno crece y los olvidamos. A veces somos injustos con estos amigos.
Hay un rostro de este tipo de ser en la tapa de Pasto, el primer disco de Babasónicos. Es como la foto de un DNI psicodélico, con un joven luminoso sonriendo. Se ríe porque vio el futuro, que no va a habitar. Mi hermano Juan me cuenta que el Conejo murió hace unas semanas. Había vuelto de España para tratarse de una enfermedad pero no la pudo vencer. Ahora logró la curación definitiva. Como había pedido en los últimos momentos, sus amigos –ex surfers de Mar del Plata– se pusieron los trajes de neoprene y salieron al mar para arrojar sus cenizas.
Lo escribió T.S.Eliot, Conejo: “Yo debería haber sido/ un par de garras afiladas/ corriendo por el fondo de mares silenciosos”.