En estos días se celebró una nueva edición de Buenos Aires Negra, encuentro dedicado a la novela policial que, como todos los eventos literarios, cumple con la venerable función de vender libros además de permitir que los escritores viajen y que los periodistas entrevisten. He leído a dos de los invitados extranjeros, el chino Qiu Xiaolong (Shanghai, 1953) y el español Lorenzo Silva (Madrid, 1966). Silva y Qiu escriben libros amables, entretenidos y ligeros (los de Qiu son más largos y laboriosos porque apuntan al mercado norteamericano). Ambos escriben una serie protagonizada por oficiales de policía. El guardia civil Rubén Bevilacqua y el inspector Chen Cao son personajes simpáticos y reflexivos que de algún modo representan en sus respectivas fuerzas la cultura, la humanidad y hasta una (moderada) disidencia.
Aunque parezca arbitrario, me gustaría comparar a estos dos autores con Donald Westlake (1933-2008) y John D. MacDonald (1916-1986), cuyas series más conocidas comenzaron a principios de los años 60 (21 y 24 volúmenes). Sus protagonistas no son policías, ni siquiera detectives privados. El de Westlake –que escribió la serie bajo el seudónimo Richard Stark– se llama Parker, no tiene nombre de pila ni domicilio fijo y es un asaltante de bancos profesional, un pesado lacónico y sin escrúpulos. Tengo un imborrable recuerdo de Lee Marvin haciendo de Parker en A quemarropa (1967, la mejor película del director británico John Boorman) aunque releído hoy el personaje escrito resulta aun más potente. El héroe de MacDonald, Travis McGee, vive en un barco, se dedica a recuperar botines perdidos y a enredarse con mujeres que el autor describe con fascinación y detalle. Ambos son cuentapropistas, no pagan impuestos, trabajan sólo cuando se quedan sin dinero y detestan la burguesía corporativa, tanto la oficial como la mafiosa.
Más secos y brutales los de Parker, más románticos los de McGee, son libros de enorme intensidad física y psicológica. Escritos casi a destajo en un momento previo a la dominación académica, a la corrección política y a la concentración de la industria editorial, suscriben un individualismo anarquista no exento de puritanismo y muy estadounidense. No es fácil encontrar hoy los libros de Parker ni los de McGee, aunque en el caso de MacDonald se están reeditando en inglés sus 67 novelas, que en su momento fueron best sellers ampliamente traducidos. Kurt Vonnegut sostuvo que para los arqueólogos del futuro las obras de John MacDonald serán un tesoro equivalente a la tumba de Tutankamón. Creo que quiso decir que el mundo de los 60, con sus contradicciones y sus deseos liberadores, está ahí de un modo profundo e irrevocable. Pero el mayor elogio a esos libros es involuntario y está en este pasaje de El lejano país de los estanques, primero de la serie de Silva: “La distancia de la relación jerárquica, sobre todo cuando se somete a algo superior a jefe y subordinado (como pasa en el ejército) ofrece una adecuada protección y un grado importante de libertad”. Bevilacqua y Chen se amparan en la burocracia militar para pensar lo que quieren en secreto. Parker y McGee, en cambio, no rinden cuentas a nadie porque pertenecen a un mundo en el que todavía es posible concebir la vida como autónoma.