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el arte de lanzar al nio por los aires

Cuento de Navidad

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Cuando llega la Navidad pienso en Paul Auster. No sé por qué lo hago. Un diario le pidió un cuento de Navidad y él escribió El cuento de Navidad de Auggie Wren. No sé cuál es la parte que más me ronda. Supongo que me intriga el acto de esa escritura: el cuento es sobre un escritor que debe entregar un trabajo comisionado (verdadero o falso) y que concibe una historia de Navidad, como si el género existiera en sí mismo. Yo no sería capaz de tal hazaña. Sobre todo porque nadie me pediría a mí un cuento de Navidad. Pero, ¿y si así fuera? En este pseudogénero hay que describir algo sórdido, peligroso o indebido que se redime por acto de magia, con una deliberada suspensión de la razón. Ése es el espíritu de la Navidad, creo.

Yo ni siquiera he armado el arbolito, y eso que este año nos prometimos hacerlo para que mi hijo se divierta con algo que divierte a todo niño: un árbol es travestido una vez al año y eso inaugura la infancia. Lo armaremos esta semana, me digo. Y arrojo a mi hijo al aire para atajarlo una milésima de segundo después. Este gesto, que ha sido descripto mil veces, nos precede de manera ineludible, como una galería larguísima, como el momento en ascensor o palier de analista (o de contador) en que uno se mira atrapado entre dos espejos enfrentados. Repito un gesto que ha sido ejecutado antes por cada padre con cada hijo. Y aunque no hubiera sido escrito en tantos libros igualmente habría literatura en este gesto: esa milésima de segundo encapsula un mito de dimensiones estrambóticas, como las esferas donde viven los Pokemon, que tienen una medida y un radio razonables por fuera y otros diferentes, incalculables, por adentro.

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¿Dónde recuerdo haberlo leído? Claro, en Pinter, en Traición, donde los personajes recuerdan la paternidad como un sueño borroso, un edén original distorsionado por la culpa. ¿Pero dónde más? ¿Es tal vez en “Elefante”, de Carver? ¿O allí el gesto era el cococho?

Da igual. La fuerza del mito precede a su descripción. El padre que arroja al niño por el aire, y por una milésima de segundo el mundo se congela. Se congela en el pavor del padre, que piensa invariablemente que a lo mejor el juego no es prudente, dado que el niño bien podría caer sin remedio. Se congela en el pavor del hijo, que suspende todo gesto del rostro mientras pierde contacto físico con todas las cosas que lo unen a la tierra (entre ellas, una de las más altas y curiosas: su propio padre). Y al caer atajado en mis manazas, la risa, desesperada, incontenible; una risa peor que las cosquillas, una que inmediatamente es contagiosa: río con él, ríen las gatas indolentes, la casa entera ríe, porque de pronto nada es más divertido que este salto en el vacío que burla a la caída y -con ella- a todo lo demás.

Cualquier escritor que haya lanzado alguna vez a su hijo al aire se puede ver tentado de poner en palabras (aquí rústicas y mal ornamentadas) esa sensación de dicha fácil, de pavor reconducido en alegría. Es probable –no obstante- que este acto ilegítimo de goce se dé sólo entre padres e hijos, y no entre madres e hijas. Las madres son demasiado responsables o demasiado delicadas para disfrutar del riesgo de este pasmo. Y las niñas son ya futuras madres. Pero los niños nos hacemos padres.

Mi hijo pide otro. ¿Por qué parar? Si este jolgorio podría durar siempre, si la luz de su risa tiene el poder de iluminar la casa hasta que los dos seamos viejos, o hasta que uno de los dos sea viejo. Vuelvo a arrojarlo. Una vez más. Y otra. ¿Quién se cansará primero? Pactamos una pausa en la que nos prometemos tácitamente seguir más tarde. El divertimento es gratis y no requiere de dispositivos especiales. Nos detenemos sólo para administrar el goce, para guardarlo en un gotero, para atesorarlo en el tiempo. Pobre bebé; es tan chiquito: ¿cómo es posible que sea ya capaz de refrenar la felicidad inmediata para racionarla en sorbos? Y yo, ¿qué felicidad raciono? ¿De dónde viene? ¿Recordaré en el fondo de mí mismo cuando yo era un bebé de ese tamaño y mi padre me arrojaba por el aire?
Puede que el año no termine del todo bien. Puede que no creamos nada en la Navidad color de Coca Cola. Pero ojalá cada uno sepa dónde ir a buscar ese espíritu esquivo y pagano que combina nostalgia con jarana. Feliz Navidad.