Cuando mi hija era bebita nos sentábamos ante el televisor a ver Pequeños planetas, una serie de dibujos animados donde dos pomponcitos de peluche y luz, con apenas ojitos y puntitos por nariz y un trazo por boquita, recorrían el universo uno o múltiple saltando por planetas hechos para ellos solo. Planetas de vapor o de sombras móviles o de rocas flotantes, o planetas de cascada o de verdor. No sé si a Ana le gustaba el programa tanto como a mí, que de niño ya había quedado fascinado, sin conocerlas aun, con las pompas de jabón de los mundos que tramaban algunas filosofías., Antes de que la senilidad arrincone a mi memoria, buscaré Pequeños planetas en el sitio digital donde quedó resguardada esa joya. Y entretanto pienso en un pintor del siglo que pasó y que tuvo y reveló esa misma destreza para la revelación de los mundos infantiles, y otras cosas también. Pienso en Marc Chagall.
Hablando de las formas de la ternura, los simplificadores suelen citar la frase más simplota de Antoine de Saint-Exupéry: “Lo esencial es invisible a los ojos, sólo se ve bien con el corazón”. Pero esa cita, además de aniquilar de un trazo el conjunto entero de las artes visuales, es también un apotegma (como decía, con inimitable estilo, el olvidado General) que propone como verdad la más ramplona de las místicas, que nos propone creer porque es absurdo a aquello que no tiene representación. Ni siquiera los dioses antiguos obraban así, pues conocían sus formas y los poderes de sus múltiples existencias. Hasta Jehová, que prosperó multiplicándose por tres, sabía no ser único y se confesaba celoso de otros dioses y pretendía imperar siendo el único en el corazón de los hombres. Tanto daño han hecho las fes (¿tiene plural la fe, o es solo singular?), y tan estimulantes han sido para las diversas narrativas, y sin embargo, aún si se viera bien con el corazón, a través de ese requisito perceptual solo nos encontraríamos, en principio, con bombeos de sangre y una masa de carne y grasa y venas del grandor de un puño. En fin.
Chagall veía con los ojos y pintaba con sus manos lo que había visto y no podía olvidar, y creía, con los jasidim, que había que anudar el pasado con el presente y mostrar cómo la cosa más pequeña de la naturaleza esconde una chispa de ese fuego que es una emanación directa de la divinidad. Era más gnóstico o panteísta que monoteísta, y eso se ve en su mirada de niño que descubre las cosas por primera vez. Solo que él las veía lejanas por las guerras y el exilio. No existe nada tan estimulante como la desgracia (y en su caso llevaba el nombre de Hitler y de sus hordas bárbaras) para cultivar la melancolía, la dulce nostalgia del paraíso. Su mundo es el de teologías complicadas reducidas a su esencia, pequeños planetas perdidos en un espacio que no se podrá recuperar.