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vida cotidiana, crisis y elecciones (1 parte)

El principio del fin de la era Bush

Mempo Giardinelli, como todos los años, ha ido a impartir clases de literatura hispanoamericana en la Universidad de Virginia Esta vez, además, es testigo privilegiado del final de una era: la era Bush. En el ápice del declive, las palabras de George Bush ya no son escuchadas por nadie. Hoy por hoy, todo gira en torno de la sucesión del texano, a quien todos consideran un hombre de escasa inteligencia que sigue siendo manejado por mentes brillantes y de dudosas intenciones.

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Este fin de semana, mientras en la Argentina miles de personas lean esta crónica en PERFIL, los Estados Unidos estarán ardiendo por lo que la cadena televisiva Fox llama, con el auspicio de una conocida marca de cerveza, “las dos pasiones americanas: la política y el fútbol”.
Y es que este domingo se define el Superbowl, o sea el campeonato de fútbol americano, este año entre dos equipos muy populares: los Giants de Nueva York contra los Patriots de Boston. Un clásico de la Costa Este y del Norte del país que, sin embargo y como muestra cabal del federalismo norteamericano, se juega en el estadio de la Universidad de Phoenix, Arizona, varios miles de kilómetros al Sur.
La otra pasión tendrá también este domingo su aire de finalísima. Porque se estarán cerrando las campañas de los precandidatos republicanos y demócratas que el martes 5 definirán casi seguramente los nombres de los dos candidatos finalistas que se enfrentarán en las elecciones nacionales del 4 de noviembre para suceder a George W. Bush en la Casa Blanca.
Llamado Súper Martes, siempre es en la primera semana de febrero que todos los precandidatos se someten al voto popular en más de 20 estados, que concentran a más de la mitad de la población total de este país, que desde 2007 ha superado los 300 millones de habitantes.
Estoy aquí desde mediados de enero y puedo decir que no vivo otra pulsión social. En efecto, la expectativa generalizada, en los ámbitos en que uno se mueva y en todos los sectores sociales, gira en torno de los dos súper: el Superbowl y el Supertuesday. Como casi todos los años, he venido a enseñar literatura hispanoamericana en la Universidad de Virginia, pero esta vez siento que soy, además, testigo privilegiado del final de una era. La era Bush.

Vida cotidiana y crisis american style

Claro que, en realidad, y como se diría vulgarmente en la Argentina, hoy a Bush casi nadie le da bola. De hecho el lunes pasado, cuando el presidente pronunciaba solemnemente su discurso anual sobre el “Estado de la Unión”, no tenía un rating televisivo muy grande. Y en innumerables bares y restaurantes de la capital del país, a las ocho de la noche, eran pocos los que atendían las palabras del presidente en el televisor. Yo estaba en Washington ese día y a esa hora y me sorprendió la diferencia con años anteriores. Por ejemplo los últimos tres, cuando en cada caso lo que Bush iba a decir referido a la Guerra en Irak paralizaba al país. Ahora incluso escuché, en boca de más de uno, comentarios como: “No dijo nada nuevo”, “Este ya no engaña más a nadie” o “A quién le importa lo que diga ahora”.
Todo gira hoy y aquí en torno de la sucesión de este texano a quien todo el mundo parece considerar como un hombre de poca inteligencia que ha sido y es muy bien manejado por mentes de indudable inteligencia, ambición e incluso dudosas intenciones. Como por ejemplo el temido vicepresidente, Dick Cheney, ese hombre de rostro adusto y mirada severa que siempre está medio metro detrás de Bush y a quien la intelectualidad norteamericana considera una de las figuras más impopulares de los Estados Unidos.
Pero también la vida cotidiana gira en torno de la crisis. La económica, que aquí también existe, es indudable, aunque el vocablo tiene una significación completamente diversa de como se lo entiende en la Argentina. Desde luego que, como en todo el resto del mundo, aquí se está viviendo la crisis económica que incluso el todopoderoso señor George Soros ha dicho que es terminal y que significará que el dólar dejará de ser la moneda de reserva mundial.
Sin embargo, tengo la impresión de que los norteamericanos se enteran de ella sólo porque todos los días es tapa de los principales diarios impresos, que no lee toda la gente. Es curioso que a la crisis casi no se la ve en la tele y, particularmente, no parece ser parte de la vida cotidiana.
Así me lo explica David, un asesor financiero independiente de esta preciosa ciudad universitaria del estado de Virginia, durante un almuerzo que nos toca compartir. De unos 40 años, pelirrojo, católico practicante y con estudios de posgrado en Alemania, David dice: “Sí hay crisis, claro, pero aquí existe una confianza absoluta en que el sistema jamás se derrumbará. Nuestra economía es muy fuerte y finalmente todo se va a superar”.
Tanto optimismo me irrita y le pregunto qué pasaría si la guerra en Irak terminara. “Algunas industrias se resentirán y habrá cierto desempleo –opina tranquilamente–, pero habrá rápidos reacomodamientos y saldremos adelante”. Pienso que el tipo ha de ser republicano y partidario de Bush pero me equivoco. “Votaré a un demócrata –dice– pero ciertamente espero que quien sea el nuevo presidente termine con esa aventura en Irak”.
Vuelvo a la carga con ciertas informaciones inquietantes: una masa de familias norteamericanas (algunos hablan de varios millones de personas) está en riesgo de perder sus casas porque no pueden pagar las hipotecas; y la inflación aquí –también aquí– es mucho mayor que la declarada oficialmente y cualquiera lo ve: en la ropa, en la comida. Una estampilla para correo aéreo simple que costaba hace tres años 24 centavos hoy cuesta 43. En cualquier supermercado una naranja cuesta 99 centavos (sí, casi un dólar cada una). Y así siguiendo. David dice que eso es verdad, pero que la economía está sólida.

De la crisis económica a la política

Donde se mire, el consumo en este país sigue siendo impresionante y eso es un hecho: los negocios están llenos, no hay locales desocupados y, al menos en esta época de grandes liquidaciones, la crisis no se ve. “¿Tú dirías que hay crisis?”, le pregunto a un chico que sirve sánguches en el restaurante Panera Bread y me mira como a un marciano. Luego paso por la cafetería Greenbriers, en el mismo gran centro comercial llamado Barracks Road, un enorme mall vecino a la Universidad, y allí una chica probablemente salvadoreña, o mexicana, sonríe amablemente cuando le formulo la pregunta, como si no me hubiera entendido o no quisiese opinar. Alrededor la vida continúa dulce, tranquila, norteamericanamente.
Roxie, una negra gorda y altísima, de peinado afro pegado como con cola, atiende una de las cajas de una gran juguetería en las afueras del condado de Albemarle, vecino a Charlottesville. Mientras cobra, charlamos amigablemente sobre su extraño peinado y luego me confiesa que ella sí siente la crisis, que además es obvio que le importa y preocupa. Me cuenta que le afectará sus próximas vacaciones (pensaba viajar a Chicago, a ver familiares) y ya sabe que este año no podrá cambiar su viejo coche (un Dodge Dart de los 90) pero no le parece demasiado grave. Ella no sabe de estas cosas, pero no cree que jamás quiebre su banco, no –se ríe– esas cosas no pasan aquí.
Por su parte una destacada intelectual, una de las máximas autoridades de la antropología social de este país, la Dra. Carrie B. Douglass, de Mary Baldwin College, de Staunton, a una hora de Charlottesville, coincide en un punto: “Los académicos no pensamos que jamás vaya a quebrar el sistema universitario. Además, para que peligre la situación personal de cada uno tendría que quebrar la universidad, y eso es por completo improbable. Uno aquí siente claramente que tiene la estabilidad asegurada y que el salario es intocable. Aquí no se tienen esos temores que sabemos sienten en otros países”.
Y es que parece innegable que, como sostenía Ernest Hemingway, los norteamericanos tienen una confianza intrínseca en el sistema. Lo pueden cuestionar y criticar, pero confían y creen tan sincera y totalmente en sus bondades, que descuentan que en algún momento alguien hará algo bueno y saldrán adelante.
El debate en Davos entre el multimillonario Soros y la secretaria de Estado norteamericana Condoleezza Rice no parece haber impactado en el ánimo de los habitantes de este país. Es evidente que de cara a las grandes finanzas internacionales, las inmensas mayorías locales no se muestran enteradas de la crisis. Estoy seguro de que si me topara por aquí con otro argentino, y le comentara el asunto, me explicaría porteñamente que “lo que pasa es que Soros se debe haber pasado al euro”. Pero aquí las cosas son diferentes y el amigo que encuentro, un profesor de Literatura Española, especialista en el siglo XVIII, me habla de su blogspot, que parece de otro mundo: allí lo veo navegando con su mujer y unos amigos cerca de las Islas Vírgenes, la semana pasada. Un rato después, antes de empezar mi clase, unas alumnas comentan que planean visitar Alaska este verano, otros irán a Valencia, España, aprovechando un magnífico programa de esta universidad, y un chico con pinta de rockero bonaerense invita, en efecto, a los conciertos de rock de su banda el próximo fin de semana.
Por cierto, un informe del Center for Public Integrity, una ONG de periodismo de investigación con sede en Washington, dice que el presidente Bush y siete de sus más altos funcionarios mintieron sistemática y metódicamente durante más de dos años a partir del 11 de septiembre de 2001. Emitieron “935 declaraciones falsas sobre la posesión por parte de Irak de armas de destrucción masiva o vínculos con Al Qaeda, en al menos 532 ocasiones antes de la invasión de Irak en marzo de 2003”. Tales mentirosos fueron Bush, Cheney, Colin Powell, Rice, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz, Ari Fleisher y Scott McClellan. La crème de la crème del gran poder bushista de estos años.
Todas las mañanas me impresiona el New York Times, ese gran diario cuya lectura es indispensable en este país por la formidable, siempre aguda información nacional que trae. Claro que no es igual de sólida su mirada hacia América latina, siempre prejuiciada, sesgada hacia intereses sectoriales. Por caso, el golpe de 2002 en Venezuela sigue siendo llamado “intento de poner de rodillas a Hugo Chávez”. Y en una larga nota de tapa, el lunes 23 habla de cómo las familias de judíos ricos venezolanos “huyeron” para radicar sus industrias en Florida. Como si la historia se repitiera a voluntad de cierto periodismo, lo que para ellos fue una pequeña Cuba en Miami ahora es una pequeña Venezuela en Watson, suburbio que ya el New York Times llama “Watsonzuela”.

Calentando los motores (raciales)

Curiosamente, desde la semana anterior, cuando los Gigantes neoyorquinos batieron en la semifinal por 23 a 20 a los Green Bay Packers de Wisconsin, en un partido nocturno bajo una temperatura de 16 grados centígrados bajo cero, todo empezó a calentarse en la política norteamericana. Con un debate picantísimo entre los tres precandidatos demócratas; con las internas republicanas en los estados de New Hampshire y South Carolina; y con los sucesivos, duros y crecientes intercambios entre Bill Clinton y Barack Obama alrededor de la cuestión racial.
Todo esto es muy interesante, al menos para un testigo que viene del Sur. Porque, por ejemplo, en el debate de South Carolina, por la CNN, Hillary, Obama y el hasta ahora tercer candidato, el local John Edwards (un tipo joven y simpático, populista, que anda de vaqueros y con cierto discurso que aquí se considera de izquierda), parecían tres amigos en un bar. Amables, respetuosos y muy educados, daba gusto escucharlos acerca de todos los temas. Obama era el más aplaudido, a cada rato. Estas cosas maravillan, al menos cuando uno recuerda los debates amañados y gritones que suelen verse en la tele argentina, y eso cuando hay debates y si acaso participan todos los candidatos.
Según la Dra. Douglass, que es quien mejor me explica las estrategias políticas norteamericanas, “Clinton viene buscando hacer de Obama un negro, cuando Obama ha venido mostrándose como lo que es: un político post-racial, o sea uno que supera la histórica dicotomía racial de los Estados Unidos”.
Obama, ciertamente, ha sabido instalar su estrategia de convencer a los votantes con un discurso que se propone superador de los viejos vicios de la política estadounidense: “No se trata de ricos contra pobres, jóvenes contra viejos ni negros contra blancos –dice él, con seductora oratoria. En estas elecciones se trata del pasado contra el futuro”. Muchísima gente lo aclama por eso, esperanzada.
Y por eso mismo Bill Clinton se muestra desesperado por evidenciar que Obama sí es racial, y es negro. Para que así, explica Douglass, al “hacerlo negro, se le haga mucho más difícil el acceso a la Casa Blanca”.
Parece cierto. De hecho, entre los votantes blancos de Obama se sabe que están los más jóvenes y los intelectuales. Es decir, aquellos que también quieren superar el voto racial. Y lo mejor, coinciden casi todos los observadores y colegas que consulto, en que “Obama está sacando a los negros de su apatía. Eso seguro: ahora incluso los negros que jamás votaban van a ir a votar por él”.

Rumbo al Súper Martes

Precisamente el domingo pasado, luego de la victoria de Obama en South Carolina con el masivo voto de los negros (más del 80% de los afroamericanos de ese estado lo votaron, frente a sólo el 24% de los blancos), escuché análisis y comentarios de lo más originales. “Ese triunfo significa que le será imposible ser presidente de los Estados Unidos”, me dijo Herbert Tico Braun, un veterano profesor de Historia de la Universidad de Virginia.
Según me explica Braun, Obama corre el riesgo de ser víctima del llamado “efecto Bradley”. Se refiere con ello a Tom Bradley, negro él, quien durante años fue alcalde de Los Angeles, California y en 1982 fue candidato a gobernador enfrentando a un blanco. Hasta el último minuto previo a los comicios todas las encuestas lo daban ganador por una enorme ventaja. Pero al final perdió por menos del uno por ciento, y las explicaciones posteriores mostraron que casi todos los “indecisos” a último momento se inclinaron por su rival.
Lo mismo sucedió en 1989 aquí en Virginia, donde otro negro y demócrata, Douglas Wilder, sí llegó a ser el primer gobernador electo de origen afro de todos los Estados Unidos, pero por un pequeñísimo margen cuando se esperaba que venciera por una ventaja holgada.
En ambos casos, lo que se demostró luego fue que muchísimos votantes blancos, que declaraban que iban a votar al candidato negro para no aparecer como “racistas”, en realidad tenían ya decidido votar por un candidato blanco. Esto se ha repetido muchas veces, en elecciones locales o para senadores, y sobre todo en los últimos veinte años. Y es que aquí está instalada la idea de que mostrarse racista es “políticamente incorrecto”, y entonces hay reticencia para confesarlo, pero eso no quita que en la soledad del momento del voto afloran las verdaderas preferencias –y el rechazo de muchísimos blancos a tener autoridades negras– de los electores. Así lo explicó la semana pasada el analista John Nichols, en el periódico The Nation.
Incluso del otro lado del océano el influyente diario londinense The Guardian se ocupó también de recordar el “Bradley effect” según el cual “los votantes dicen que votarán al candidato negro, pero en su intimidad ya saben que votarán por un blanco”.
A esto lo conocen muy bien los Clinton y lo están explotando a conciencia. En la primaria de New Hampshire, por cierto, siete encuestas daban ganador a Obama por ventajas de aproximadamente 39 puntos contra 30 para Hillary. Pero el resultado final fue al revés: quien obtuvo 39 fue Hillary, y Obama quedó segundo con 36.
Otro historiador de esta universidad, Brian Owensby, éste de la nueva generación, me dice que “el arrastre popular que está viéndose detrás de Obama, y su triunfo en South Carolina, aunque amplio, pueden ser un mal augurio porque en los grandes estados con mayorías blancas le podría ir muy mal”.
Owensby piensa que nada está definido, más allá de que Obama aparece como el precandidato más interesante e innovador. Y dice que un rol importante lo jugará aun quien hasta esta semana fue el tercer precandidato demócrata, John Edwards. “Aunque él no puede ganar la candidatura –opina– seguramente será un factor decisivo a la hora de definirla”.
El de Edwards es un caso interesante, dicen casi todas las personas a las que consulto. “Incluso puede llegar a ser el vicepresidente –conjetura Owensby– pues es impensable que la fórmula demócrata sea Obama-Hillary o Hillary-Obama. Ninguno de ellos aceptará ser segundo del otro y además es obvio que se soportan cada vez menos. Entonces Edwards puede terciar muy bien. Ya fue candidato a vice de John Kerry (el deslavado senador por Massachusetts que en 2004 fue derrotado por el entonces triunfalista Bush), y hoy muchos piensan que de haber ido Edwards en primer término acaso hubiese ganado. Edwards lleva años en carrera, es joven, de discurso progresista-populista y como senador se ha hecho respetar”.

Los Clinton, los republicanos y además la guerra

Por el lado demócrata, entonces, nada está claro. Lo que muchos sienten además es que los Clinton son eso: un dúo. Los llaman la candidatura “Billary” (conjunción de Bill y Hillary), porque de hecho es el matrimonio el que está haciendo campaña.
Y eso mismo, que puede denotar liderazgo y férreo manejo del aparato del Partido Demócrata por parte del ex presidente, puede ser también un desastre para ellos. Para Fernando Operé, catedrático de Literatura y director del Programa de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Virginia, “la figura de Bill Clinton se manifiesta cada vez más contraproducente, porque hay demasiados votantes que lo odian. De hecho, ningún republicano aceptaría votar a los Clinton, cuando muchos republicanos sí podrían votar a Obama”.
Ciertamente, y en coincidencia con este académico, algunos columnistas como Frank Rich, del New York Times, dicen que la acción del matrimonio, aunque ella diga “yo estoy aquí, no él” –que es lo que Hillary sostiene cada vez que la acusan de funcionar a dúo– sólo favorecerá a los republicanos. Que no atacan a Hillary, por ahora, y más bien parecen esperanzados en que sea ella la candidata a enfrentar. Y es que si muchos en este país aman a Clinton (Bill) también son muchos los que lo resisten y no votarán por su retorno. Incluidos, al parecer, muchísimos demócratas.