La economía se basa en un principio fundante: el de la escasez. Esto es, que los recursos son siempre finitos y la demanda por ellos los excede. Adecuar una y otra realidad es la base del análisis económico. Y de todos los recursos, el escaso por excelencia es el tiempo. Hay formas de racionalizar su uso, aprovecharlo mejor, pero nunca de “crear más tiempo”, como sí hacen algunas innovaciones con los recursos naturales, por ejemplo.
En la reciente discusión en torno al “entendimiento” que llegó el Gobierno con el FMI, minutos más tarde confirmado por una comunicación oficial del organismo, tuvo que congeniar muchas restricciones, desde las políticas por la diversidad de opiniones formadas dentro de la misma coalición oficialista, las posiciones no siempre coincidentes del abanico opositor en el Congreso (donde se convalidará dicha negociación), algunos intereses sectoriales que miraban con especial atención algunas definiciones y también el impacto a lo largo del tiempo en las cuentas públicas.
Una vieja sentencia dice que, a nivel país, las deudas no se pagan, sino que se administran. La base de esta observación es que los Estados contraen deudas para pagar gastos en el presente que luego elevarían la producción nacional de forma tal de generar esos recursos para el repago. Y en ese contexto, la tasa de interés solo representa el precio que se paga por adelantar el consumo futuro. Así, cuanto más incertidumbre existe en una sociedad sobre el horizonte en común, más énfasis le pone al consumo (actual) en desmedro de la inversión, que no es otra cosa que posponer gastos para producir más.
Al leer los grandes rasgos en que las contrapartes lograron encontrar una posición intermedia, queda claro que el segundo escalón es el de hilar fino para que se pueda firmar a la brevedad un acuerdo formal en el que se detallen metas y fuentes adicionales de recursos para que, entonces, el acuerdo no nazca muerto. Porque si el gran escollo fue el plazo hasta alcanzar el déficit cero (primario) partiendo del rojo del 3,1% de 2021, pasar de la pretensión de 2027 a la de 2025 aceptada, suena a empate. Pero también, revisando otros rubros, dicha postergación debe “cerrar” con una ayuda adicional del mismo organismo: hasta US$ 4.500 millones para reforzar las reservas (las netas llegan a 0), subir la tasa de interés para captar fondos del ahorro doméstico y una aceleración en la devaluación del tipo de cambio oficial, que todavía tiene que recuperar la mitad de la inflación del año pasado (24% contra 51%). Esto permitiría no confiar solo en el clima y la suerte en los mercados mundiales para buscar una rápida respuesta de las exportaciones agrícolas, todavía las grandes generadoras de dólares.
El otro factor que debería recuperarse solo para compensar el retraso deliberado de los dos últimos años es el de las tarifas públicas, cuyos subsidios apuntaban al 1% del PBI en una ecuación clientelar clave para la suerte electoral del oficialismo. Otro de los interrogantes a la hora de certificar la viabilidad de bajar el déficit fiscal, aún en un plazo de años.
En síntesis, Argentina eligió endeudarse más (interna y externamente) para ganar tiempo y tener el impulso necesario, promete el credo oficial, para seguir creciendo. Desde el punto del análisis crediticio, el nivel de endeudamiento argentino no es un problema, en parte por la “suerte” de haber quedado fuera de los mercados internacionales tanto tiempo. En todo caso, sí lo son su alto costo y los plazos cortos.
En conclusión, la gran incógnita es qué haremos con el tiempo que estamos comprando: aumentar la capacidad productiva del país y mejorar el nivel de vida de la población o ser otra versión del tradicional juego de que pague el que siga.