Tras los sucesos electorales ocurridos en Tucumán, el máximo tribunal local convalidó las escandalosas elecciones del 23 de agosto pasado, motivo por el cual, sin perjuicio de la intervención que pueda caberle aún a la Corte Suprema de Justicia de la Nación, prácticamente ha quedado zanjada la cuestión.
El objetivo de esta nota es concentrar la atención en el “manual del espanto cívico-institucional” que se ha “escrito” en derredor de estos hechos. El primer capítulo del terror fue elaborado de entrada, cuando comenzó a sospecharse de un fraude generalizado. Si se tiene en cuenta que la calidad de la democracia depende de la transparencia de los actos eleccionarios, fue patético observar cómo los funcionarios de Tucumán defendieron el resultado de la elección, cuando la realidad es que los gobernantes con una verdadera vocación democrática, frente a las generalizadas sospechas de fraude, deberían haber aceptado rápidamente repetir los comicios para demostrar que las denuncias eran infundadas y consolidar la legitimidad democrática de origen con la que cualquier mandatario debe iniciar su gestión.
Sin embargo, como si una sentencia judicial borrara las sospechas de irregularidades, el gobierno de Tucumán prefirió aferrarse a la decisión de los jueces, acusando a la oposición de no respetar la voluntad popular. Pues allí nació el segundo capítulo del “terror” institucional, porque cuando la Cámara dictó un fallo adverso, el Gobierno lo calificó de “atentado contra la democracia” y de “golpe de Estado judicial de carácter sedicioso”.
Semejante aseveración no puede ser tomada en serio. En efecto, en un Estado de derecho jamás una sentencia puede ser calificada de esa manera, simplemente porque los jueces son los encargados de verificar que las autoridades respeten el ordenamiento jurídico. Por su parte, la sedición constituye un alzamiento armado contra autoridades provinciales, conducta que está muy lejos de una decisión judicial tomada en el marco del sistema republicano de gobierno que constitucionalmente debe regir en todas las provincias.
Otro dislate dantesco ha sido amenazar con una intervención federal en el supuesto de que la Corte provincial no revocara la sentencia de la Cámara. El propio Carlos Kunkel advirtió que, en ese caso, “intervenimos el Poder Judicial y listo… mire qué fácil”. Aquí se olvida de que las provincias son autónomas y tienen asignada la facultad de organizar su propio Poder Judicial; por lo tanto, los pronunciamientos de los jueces deben respetarse, sea quien sea el beneficiado.
Es cierto que si en una provincia se pone en duda la eficiencia del sistema democrático hay causa suficiente para intervenirla federalmente, y que en Tucumán ello ha ocurrido; pero precisamente para remediar ese inconveniente estaba actuando el Poder Judicial de la provincia, tal como corresponde. Luego, esperar que los jueces dicten una sentencia desfavorable para aplicar la intervención federal constituye un verdadero acto arbitrario e inconstitucional.
No merece Tucumán (tierra natal de Avellaneda, Roca y Alberdi, y cuna de la independencia) ser hoy el escenario en el cual se han escrito páginas nefastas para la cultura cívica de nuestro país.
*Profesor de Derecho Constitucional, UBA, UAI y UB.