Brasil, el gigante de Latinoamérica, se encamina a la mayor encrucijada de su historia democrática. Carcomido por los escándalos de corrupción transversales a todas las agrupaciones políticas, al denominado “circulo rojo” de empresarios, sindicalistas y lobbistas, y a dos de los tres poderes del Estado (el Ejecutivo y el Legislativo) parece no encontrar fondo a su caída institucional. Sostenido con alfileres y por una trama de complicidades e intereses personales y corporativos, el “status quo” se parece mas a un equilibrio inestable que puede desmoronarse como un castillo de naipes.
Debajo de la superficie, fuerzas ocultas pujan por no quedar atrapadas y hasta por retomar el manejo de los hilos del poder que hoy las tienen acorraladas.
Los últimos tres presidentes democráticos han sido impactados por el escándalo: Dilma Rousseff terminó destituida por un impeachment, Michel Temer fue acusado recientemente de corrupción en su actual mandato por el procurador general de Brasil, Rodrigo Janot, mientras que Luiz Inácio Lula Da Silva acaba de recibir una impactante condena judicial por parte del mítico juez Moro.
La mayor paradoja está dada por el fracaso de las actuales autoridades que vinieron a “rescatar” a un vapuleado Brasil de las incongruencias del populismo, y que en su naufragio han terminado por revivir y reivindicar los “fantasmas” del pasado.
La pulseada se dará entonces entre Temer y Lula -y los intereses que se conjuguen a su alrededor-. El actual mandatario, el más impopular de los últimos treinta años –con apenas 7% de aprobación- ya ha sido condenado socialmente. Para permitir que avance la investigación en su contra, se requiere que la Cámara de Diputados avale la acusación fiscal con 2/3 de sus miembros (una especie de desafuero) pero muchos legisladores investigados por corrupción se resisten a abrir esa compuerta que probablemente los terminaría arrastrando. Por eso, más por espanto que por amor, prefieren a Temer en el poder.
Lula Da Silva encabeza todas las encuestas de opinión para el caso de un inminente llamado a elecciones y acaba de inaugurar la infeliz condición de primer ex presidente de la historia de Brasil condenado por corrupción. La sentencia de 9 años y medio de prisión, multa e inhabilitación para ejercer cargos públicos por 19 años, lo enfrenta nuevamente con el Juez Federal Sergio Moro, a quien Lula acusó ante el comité de derechos humanos de la ONU de diversas arbitrariedades y de llevar adelante una persecución política en su contra, victimización que utilizará en las inminentes apelaciones y en su defensa pública. Moro, en su implacable sed de justicia, podría haber sido funcional al establishment que quiere a Lula lejos del poder.
Pero las batallas no han terminado. Los comicios de octubre de 2018 que Temer presiente cercanos, quedan aún a camino de nuevos padecimientos. Las reformas “estructurales” que su administración impulsa -como el congelamiento del gasto público por 20 años o la antipática reforma previsional- sólo están aumentando el descontento. El 76% de los brasileños pretende la renuncia de Temer, y no pueden descartarse nuevas revelaciones públicas sobre corrupción y hasta traspiés en una economía que no arranca y ha devuelto a la miseria a miles de connacionales.
Para Lula -en cambio- las elecciones deberían suceder antes de la revisión de su condena -estimada para el año entrante- que en caso de ser ratificada lo alejaría definitivamente del poder. Por eso, no sería descabellado pensar que desde el Partido de los Trabajadores (PT) se promueva un aumento de la conflictividad social para acelerar el fin de Temer, recuperar el poder y contener las purgas judiciales.
Atrapados por la falta de liderazgo, muchos brasileños sienten vergüenza de lo que sucede. La decadencia política, empresarial, e institucional ahonda la grieta y los enfrenta a la disyuntiva de elegir entre la actual corrupción y la del pasado. Una forma inútil de quedarse sin futuro.
*Director del Observatorio de Calidad Institucional de la Universidad Austral.