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fatalidades

Integración lingüística

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Un artista me pide que le corrija el “estilo” a su autobiografía. Lo hago con gusto y, al devolverle el texto ya pulido, le copio las (pocas) reglas de acentuación de la lengua castellana, que él ha decidido olvidar (si alguna vez las supo). Me contesta indignado, presumiendo que lo trato de analfabeto y poniendo en el más alto sitial a la lengua inglesa, que carece de esos instrumentos de estigmatización que serían los acentos. ¿Hemos llegado al momento a partir del cual los acentos comienzan a percibirse como meros rasgos de autoritarismo? Le explico que las lenguas no nacen acentuadas y que fueron los sabios quienes decidieron, alguna vez, si correspondía o no marcar gráficamente las sílabas tónicas para un mejoramiento de la comprensión de lo escrito en una lengua muy cantarina, y lo hicieron siguiendo criterios de economía lingüística: como la mayor cantidad de palabras del castellano son graves (acento en la penúltima sílaba) y, al mismo tiempo, la mayoría de los vocablos terminan en n, s o vocal, se decidió que ninguna palabra grave terminada en n, s o vocal llevara tilde, que se reserva para las terminaciones raras (“árbol”). Las esdrújulas, tan bellamente anticuadas que hay que tratarlas amorosamente, se acentúan siempre (“pétalo”) y las agudas, sólo cuando sus terminaciones son las dominantes (“entendés”). No es demasiado complicado (las demás son reglas accesorias, muchas de las cuales fueron cayendo en desuso y que hoy sirven para identificar la edad de quien escribe: el acento de “sólo”, por ejemplo). Por supuesto, podríamos discutir la pertinencia de una reforma ortográfica (el siglo XIX fue pródigo en debates semejantes), pero no para poner en el cadalso a los acentos sino, por ejemplo, para acercar la ortografía del castellano que escribimos en América al portugués que se escribe en Brasil (donde, a los acentos, se agregan marcas de nasalización y otras delicias cortesanas). Nuestro norte no debería ser el inglés (cuya plasticidad nadie puede poner en dudas: Shakespeare) sino las lenguas amigas, las que necesitamos para entendernos mejor entre nosotros: moneda común, lenguaje único.