De los tiempos usualmente disponibles, mi predilecto suele ser el pasado. Lo prefiero en general al presente y su inexorable volatilidad, lo prefiero también al futuro y su tendencia a lo difuso. Me gusta el pasado por sus formas, las del recuerdo, y me gusta por su poder para la transformación de afectos en su régimen de añoranza, porque algo que sólo podríamos deplorar en el presente o en el futuro, puede llegar a resultar atractivo si aparece en el pasado, si es algo que ya ocurrió.
El pasado me gusta en el tiempo, pero también en el espacio. Lo dice Borges en “El sur”: un viaje de la ciudad al campo, con su previa transición de suburbio, o un viaje al lado sur de Buenos Aires, transponiendo Rivadavia, equivale a un viaje al pasado: uno se va desplazando en el tiempo, y no sólo en el espacio.
Me gustan los estantes superiores de algunos viejos almacenes, donde las cosas sencillamente perduran; me gustan la Tita, la Rodhesia, el Cabsha o el chico del alfajor Jorgito, por su facilidad para la persistencia; me gustan ciertas calles de Junín que se parecen increíblemente a las calles de mi barrio porteño de infancia, se parecen más incluso que ellas mismas a sí mismas hoy en día. Me gusta el Torino en todas sus versiones aunque, puesto a elegir, me inclino por el Grand Routier.
Pero los tiempos no son nada más que tres. Me gusta también el pretérito pluscuamperfecto, porque es el pasado del pasado, el más atrás de algún atrás. Y me gusta el futuro anterior, el futuro que es pasado, futuro de nuestro presente pero pasado de un futuro mayor, esa parte de lo que todavía no sucedió que hay que pensar como ya sucedida. Y es que la preferencia por el pasado no supone necesariamente nostalgia, no se reduce al gusto melancólico de volver la mirada atrás.
Lo que más me atrae del pasado es lo que hace con el presente. Porque hay un modo conservador de quedarse fijado en el pasado. Pero hay un modo de lo conservador que consiste en suprimirlo, en amputarle el pasado al presente, despojarlo de memoria y de historia.
Lo que más me atrae del pasado es lo que hace con el presente: le confiere una impronta de futuro. El futuro que alguna vez fue. Abordado en esa clave, y obteniendo de ese pasado un cierto tenor de futuro, el presente ya no se ofrece tan sólo como lo que es, sino también como lo que pudo ser, también como lo que podría haber sido.
No se trata, en sentido estricto, de ese ejercicio de reversión conocido como contrafáctico, sino de un tipo de mirada que logre abrir en el estado de cosas el horizonte de sus alternativas.
No está lejos de lo que Bertolt Brecht buscaba producir con el efecto de distanciamiento en el teatro épico o dialéctico. Valerse del pasado para inyectar futuridad en cada presente que toque, de tal forma que percibamos, en lo que es, no solamente lo que es, con el sello de lo ineluctable, sino además lo que pudo ser, lo que pudo ser y no fue, lo que podría llegar a ser todavía.
Y así liberar en el presente su potencia de futuro.