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palabrotas

La lengua suelta

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Incluso teniendo mis canciones a mano en el pendrive, a veces prefiero, mientras conduzco, escuchar programas de FM para dejarme sorprender por algún hallazgo o, lo más frecuente, por la mediocridad de todo lo que se escucha (con contadísimas excepciones, que pueden contarse con los dedos de una mano mutilada por un accidente automovilístico). Si tengo suerte, se da que tenga que estar al volante (circunstancia casi siempre más bien odiosa) mientras se emiten los programas de Lalo Mir o de Elizabeth Vernaci.

Escuchar a Lalo, cuya capacidad de invención no ha cesado con el tiempo, es siempre un acontecimiento reflexivo: pocos profesionales de la radio tienen su capacidad de citar al mismo tiempo la historia entera de la radiofonía.
Lo de Elizabeth Vernaci es más extraño, porque ella hace lo mismo que se escucha en cualquier otra emisora, pero lo que nos resulta abominable de los otros, en ella (ungida por la gracia) es siempre encantador. Cuando la inteligencia se asocia con la chispa y el profesionalismo, el resultado debe no sólo aplaudirse, sino someterse a estudio para tratar de reproducir los mismos efectos experimentalmente.

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Hace unos días me enteré, escuchando Tarde Negra, de que la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (ex-Comfer) ha impuesto (con pena de multa) severas restricciones al vocabulario libérrimo de Elizabeth Vernaci y Humberto Tortonese, refugiándose en no sé qué moral auricular de las audiencias. Sabemos ya de sobra que la palabra “perro” no muerde y que el talento de Elizabeth Vernaci no se mide en cantidad de palabrotas: no está en juego su libertad (una entelequia), sino la felicidad de sus oyentes.