Una nostalgia enorme me ataca en Londres, junto con la lluvia inagotable. Fui muy feliz en esta ciudad hace exactamente veinte años, y cuando mis amigos en Londres me preguntan si la veo cambiada respondo, sin ironía, que el que está cambiado soy yo.
Elyse Dodgson acaba de morir repentinamente. Fue una persona muy importante en mi vida y en la de muchos autores de todo el mundo. Armó el departamento internacional del Royal Court Theatre y tejió deliberadamente una familia de dramaturgos sin fronteras, una comunidad de voces infinitas que comprendió que el teatro es nuestra casa, dondequiera que estemos y en toda circunstancia. Aún no decido cómo despedirme de Elyse porque simplemente no entiendo que ya no esté. La imagino como siempre, viajando a instigar autores, en Palestina, en Perú, en Cuba, en todas partes.
Aún no decido cómo despedirme de Elyse porque simplemente no entiendo que ya no esté
La noche de brujas en Londres con sus ridículos adultos disfrazados de zapallos le agrega su feta fatal de tristeza al menú de emociones. Invitado por Justin Martin, me dejo llevar a ver The Jungle, la obra que dirige junto a Stephen Daldry y de la que todos hablan sin parar. El texto es de Joe Murphy y Joe Robertson, dos ingleses que hicieron una proeza suave como un ladrillazo. Viajaron a “la Jungla”, el sitio en Calais, frente a las costas inglesas, donde cientos de refugiados llegados a Europa esperaban a los traficantes que –por un dinero considerable– los entraran a Inglaterra en sus camiones de cebollas. Mientras esperaban fundaron sin querer un pueblo. Un pueblo moderno, multilingüe, abarrotado, hecho de la arquitectura de la necesidad, vigilado por la policía francesa y desmembrado por las topadoras en octubre de 2016. Los autores fueron parte vital de esa aventura, convivieron con sus personajes kurdos, sirios, sudaneses, eritreos, iraníes e iraquíes y recrearon un año después esta porción de pesadilla, de esperanza. Hay algo decididamente trascendente en esta obra. No es sólo la realidad tras la ficción, sino también la forma elaborada de esa ficción: el Playhouse Theatre está reconvertido en el restaurante de Salar, el afgano, y mientras se cuenta la historia, los espectadores comemos con asombro el pan que sale de la precariedad. El ritual teatral se hace carne, irresistible. Y sin embargo los ingleses se resisten. Yo lloro toda la obra por muchas cosas a la vez, por el mundo, por Brasil, por Elyse. Mi amiga suiza excusa al público por no involucrarse tanto emocionalmente: “El acuerdo aquí es intelectual”. Me parece bien. Que hagan lo que puedan. Pero pienso que mientras el acuerdo siga siendo solo intelectual, las historias como la de Calais no acabarán. Al final, la sala estalla en llanto por aquello que yo venía atravesando desde el vamos. “Les lleva un poco más de tiempo”, dice Sissi, “pero es lo mismo”.
Yo lloro toda la obra por muchas cosas a la vez, por el mundo, por Brasil, por Elyse.
Afuera, los zapallos, la alegría, son más absurdos, más obscenos.