Sarmiento, como dijo Ricardo Rojas, fue un porteño en las provincias y un provinciano en Buenos Aires. Su medio fue la discusión, el debate para imponer su idea conducente: la patria debía ser educada si lo que queríamos era una verdadera democracia. A tal fin dispuso de un poderoso caudal intelectual y su capacidad de trabajo, que incluía una capacidad para discutir, exagerar y ganarse enemigos.
A pesar de sus condiciones, no había tenido una educación formal y, para colmo, se le negó la beca para terminar su formación en Buenos Aires, suerte de la que había gozado Alberdi, que sería con los años su gran contrincante intelectual.
De las distintas afecciones que padeció, la que más trastornos le acarreaba era una hipoacusia tan severa que fue motivo de discusiones políticas. Sus colegas parlamentarios estaban preocupados de cómo harían para comunicarse con el indómito sanjuanino cuando éste asumiese su senaduría. Al enterarse del debate, Sarmiento afirmó: “No se preocupen porque no vengo a escucharlos a ustedes sino a que ustedes me escuchen a mí”.
En 1876, se percató de un edema irreductible en los miembros inferiores, signo de la insuficiencia cardíaca que lo llevaría a la tumba. En 1882 sufrió un vómito de sangre. El Dr. Lloveras le diagnosticó una úlcera de estómago, pero el episodio no volvió a repetirse.
Las luchas políticas minaron su salud; después de combatir la candidatura de Juárez Celman, una pertinaz bronquitis lo tuvo a maltraer. Deseoso de escapar del invierno porteño, se embarcó hacia Asunción. El clima benigno le dio nuevos ánimos. No pudo con su genio y un comentario que realizó sobre el dictador Francia lo llevó a un reto a duelo que, afortunadamente, no prosperó.
Retornó a Buenos Aires, pero a pesar de su actividad desbordante, adivinaba que el fin estaba cerca. Cultivó una hiedra para su tumba en la Recoleta y preparó todos los detalles para su entierro, como lo había hecho a la muerte de Dominguito. Eligió para su epitafio: “Una América toda asilo de los dioses todos con lengua, tierra y ríos y libres para todos”.
Se embarcó una vez más hacia Paraguay. Ya no era el mismo: estaba afónico, había perdido peso, pero no había extraviado su temple. “Si me hicieran presidente les daría el chasco de vivir diez años más.” De todas maneras, muchas ilusiones no se hacía, al ver alejarse la ciudad, murmuró con tristeza Morituri te salutant, la despedida de los gladiadores.
Para agosto su palidez impresionaba. La familia, alarmada por el notable deterioro, requirió los servicios del Dr. Lloveras, pero éste no estaba en condiciones de viajar. La noticia de su gravedad se difundió, empezaron a llover cartas, todos querían saber cómo estaba el sanjuanino. Las contestó a todas, pero sus ojos se llenaban de lágrimas, se estaba despidiendo.
El Dr. Andreussi lo visitaba a diario, dando precisas instrucciones; nada ni nadie debía alterarlo. Aun así, el sanjuanino se exaltaba por pequeñeces. Aurelia, su fiel compañera, debía volver a Buenos Aires. Se despidieron sabiendo que nunca más se volverían a ver. Ante la gravedad, se sumaron a la consulta los doctores Candelón (que hizo un retrato pormenorizado de sus días finales), Hoskina, Vallory y Morra. Juntos diagnosticaron una lesión orgánica al corazón de pronóstico ominoso. Sarmiento se preparó para morir, pidió que lo sentasen en el sillón “para ver amanecer”. Nunca más pudo ver el sol. “Siento que el frío del bronce me invade los pies”, se le escuchó decir.
Murió a las 2.15 del 11 de septiembre. El ministro García Mérou, en compañía del fotógrafo Manuel de San Martín, retrató al difunto como era costumbre. El escultor Víctor de Pol tomó su máscara mortuoria. Tres médicos se encargarían de embalsamar el cadáver.
Cuando Sarmiento estaba agonizando, fue llamado el padre Antonio Scarella para auxiliarlo. Hacia el hotel Cancha Sociedad se dirigió el cura, conducido por dos ordenanzas. Al llegar, debió esperar unos minutos al cabo de los cuales uno de los doctores anunció la muerte del ex presidente.
¿Había llamado Sarmiento al sacerdote –como sospechaba el mismo Scarella– o acaso uno de su séquito esperaba que en el último momento Sarmiento se reconciliara con la religión? Aníbal Ponce cuenta que Sarmiento, adelantándose a algún posible desvarío, les dijo a sus familiares: “Yo he respetado sus creencias sin violentarlas jamás. Devuélvanme ese respeto. Que no haya sacerdotes junto a mi lecho de muerte. No quiero que por un instante de debilidad pueda comprometer la dignidad de mi vida”.
Mientras el cortejo fúnebre llevaba los restos de Sarmiento hacia la Recoleta, se perdía en la distancia; López Jordán escupió un feroz: “Por fin me vas a dejar de joder”. Civilización y barbarie.
*Médico y escritor. Su último libro: La patria enferma.