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Apuntes en viaje

Ocaso

Cada noche salía a una urbe devastada. Las fachadas de los bancos estaban protegidas por cortinas de hierro. La mayoría de los locales tenían cartel de alquiler.

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Cada noche salía a una urbe devastada. Las fachadas de los bancos estaban protegidas por cortinas de hierro. | Marta Toledo

Hablar del paisaje de crisis argentino implica esbozar una ciudad distópica y, por ende, viajar en el tiempo. En estas últimas semanas no pude evitar un déjà vu. Por un lado, el debut mediocre de la Selección en el Mundial, que como todo Mundial para los argentinos es un hito, un mojón y un remolino de sensaciones encontradas y expectativas truncas que, si separamos en hebras, puede servir para analizar e historizar el malestar de una sociedad. Por otro, el blindaje del FMI, la negligencia política y un tipo de ajuste que calca el ocaso del gobierno de De la Rúa.

En 2002 seguí los partidos del Mundial Corea-Japón en todo tipo de bares, a contrarreloj. Yo vivía entre Once y Congreso, dormía de día y escribía de noche. A altas horas, iba a Los 36 Billares o al bar San Bernardo. Ninguno de estos bares había sido reformado todavía. Los neones opacaban el ambiente y los televisores a tubo suspendidos a duras penas en la altura, mal sintonizados, con una corte impávida de jugadores de naipes alrededor, subrayaban todo el dolor que la crisis de 2001 había dejado en la sociedad: rostros helados, tristeza y pesimismo.

Cada noche salía a una urbe devastada. Las fachadas de los bancos estaban protegidas por cortinas de hierro. La mayoría de los locales tenían cartel de alquiler. La cantidad de gente que dormía en la calle hacía pensar en una ciudad bombardeada. Umbrales de edificios, fábricas cerradas o supermercados servían de trinchera urbana para cuerpos enredados en cobijas que resistían la llegada del invierno.

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La eliminación prematura de Argentina no hizo más que acentuar la fantasmalidad de esos bares. Recuerdo estar en Los 36 Billares y ver con incredulidad cómo la Selección nacional le rasguñaba un empate a Suecia sobre la hora gracias a un penal regalado, sin lograr clasificar en primera rueda. A los presentes el resultado les pareció una prolongación natural de la crisis. Recuerdo el rostro de los ancianos jugadores de truco y/o dominó que volvían a sus mesas helados de pesimismo y la bronca que Verón despertaba en algunos, como si fuera un cómplice de la clase política que había vendido el país. El epíteto descalificativo –el peor de todos– para definir a un jugador como Verón, que en el primer partido contra Inglaterra había errado todo, era “traidor”. Esa bronca en los posteriores mundiales solo fue empatada en intensidad por Gonzalo Higuain, aunque nunca pasó de “perro” a “traidor”. Es decir, nunca recayó en él la sospecha, sino una certeza: era un jugador de segunda categoría que, gracias al circo de estadísticas que define las aptitudes de un futbolista hoy en día, jugaba en la Selección.  

Sea como fuere, todo en aquella época tenía un tufillo terminal, salvo las cooperativas florecientes y las asambleas barriales, que eran refugios críticos de optimismo que devinieron, por fuera del sistema de partidos, soporte espiritual del kirchnerismo. Si algo quedaba de todo esto, la maquinaria de desaliento PRO se encargó de desbaratarlo no con el discurso gratuito de la alegría, sino a través de una praxis opresiva: control, represión y vigilancia, por un lado; reducción de la vida de cada ciudadano a la supervivencia, por otro. Si algo define al gobierno actual es la explotación del ciudadano. Más impuestos, más servicios, sueldos congelados frente a una inflación galopante. Una antiquísima práctica patronal que a esta altura el Gobierno espera que el ciudadano medio pueda digerir con un buen desempeño de la Selección.