COLUMNISTAS

Otra maldita serie

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Aunque a veces me siento moderno, mi desconfianza por las series de televisión prueba que soy un cinéfilo a la antigua. No logro entusiasmarme con ninguna de las obras que cada año oigo calificar como perfección de la narrativa y acabamiento del cine. No me siento cómodo, además, con un objeto audiovisual cuyo autor no es quien lo filma sino quien lo escribe o concibe e ignoro por qué los guionistas han concentrado la adoración intelectual que antes se repartía entre los Godard y los Spielberg o entre los Pynchon y los Stephen King. Doy un ejemplo al paso tomado de una lectura reciente. En Los catorce cuadernos, una novela de Juan Sklar (que es una divertida acumulación literaria de fantasías sexuales con un fondo de tristeza), leo que el narrador depone su animosidad contra el tarot porque un tal Mathew Weiner, creador de Mad Men, utiliza una carta de tarot como logo de su productora (esto me llevaría a decir unas palabras contra los cineastas que invocan al Gauchito Gil, pero lo dejaré para otra oportunidad).

De todos modos, como soy una persona abierta y tolerante, cada tanto pruebo con otra serie. Una sola vez, con las dos primeras temporadas de Justified!, sentí que la experiencia había valido la pena. Pero el resto de los intentos terminó en decepción y abandono prematuro, una desventaja cuando uno discute con los fanáticos de las series, que siempre contestan que al principio son más o menos, pero después se ponen buenas, al parecer cuando los focus groups o los script doctors les terminan encontrando el rumbo. Para que nadie me acuse de desertar, vi una serie completa: los ocho capítulos 2014 de True Detective. Llegué a la serie después de escuchar elogios hiperbólicos y de leer la primera novela de su autor, Nic Pizzolatto (Nueva Orleáns, 1975), que se llama Galveston e inaugura Black Salamandra, una colección de novela negra. Galveston se deja leer, aunque esta historia romántica de un pequeño gángster enfrentado a la organización que recuerda un poco al Parker de Donald Westlake es demasiado efectista y calculada para ser de primer orden.

Pero True Detective es un bodrio y lamento profundamente que se haya perdido la capacidad de reconocer algo tan obvio. Con ingredientes reciclados de dos películas de David Fincher (la sobrevalorada Seven, la perfecta Zodiac), la serie trata de un incógnito asesino serial (muy fácil de descubrir si se tiene una mínima experiencia en el género) y de dos detectives: el psicótico inverosímil (Matthew McConaughey) y el palurdo insoportable (Woody Harrelson), quienes sobreactúan, fingen y estiran sus personalidades para adaptarlas a los vaivenes del guión. Peor aun, Pizzolatto resulta una especie de sureño yanqui, que trata de demostrar su aprecio por el mundo intelectual citando a Faulkner pero resumiendo la región en un pasado esclavista y un presente de fanatismo religioso y hábitos white trash (aunque para tanta corrección política mujeres y negros tienen sólo funciones decorativas). Lo único rescatable de True Detective son los paisajes de Louisiana, atribuibles al director Cary Joji Fukunaga, sin los cuales la serie sería una sesión de terapia de ocho horas coronada por una explosión de cursilería. Pero Pizzolatto ya hizo despedir al director para la segunda temporada.

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