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cristina kirchner y sus excesos

Piquetes y derechos humanos

En este artículo, Beatriz Sarlo repasa el surgimiento de los piquetes. Dicho surgimiento no llevó implícito el nacimiento de una nueva política. Impulsado por circunstancias extremas –como los cacerolazos del 2002– o a través de asambleas rígidas –como ocurre con los asambleístas de Gualeguaychú–, el método se extendió para los reclamos más variados, que incluyeron tanto a estudiantes como a los camioneros de Moyano. Todo esto debió haber repasado la Presidenta cuando condenó los piquetes rurales el martes pasado.

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A los piquetes de desocupados de los primeros años de este siglo no podía aplicárseles la idea de que, perteneciendo el espacio público a todos, nadie tiene derecho de apoderarse de él por ningún motivo. Porque no tenían a su disposición los recursos de productores, comerciantes o banqueros, los expulsados del mercado de trabajo y del consumo no estaban en condiciones de formar un lobby. Hacían visible su reclamo ocupando las calles y acudir al piquete no significaba solamente cumplir con la obligación impuesta por los jefes piqueteros para conservar los planes sociales o conseguirlos, sino reestablecer alguna forma de organización social que la crisis había pulverizado. Ir al piquete implicaba pertenecer a alguna parte, aunque el jefe del piquete fuera un puntero que hacía valer los planes sociales que manejaba, hacia abajo para reclutar personas movilizables, y hacia arriba para exhibir su poder de movilización al servicio de algún sector del gobierno.

El espacio público no es una abstracción geométrica. Salvo en las utopías, es un paisaje de conflicto y de enfrentamiento. Los intereses, en general, se contraponen y los derechos pueden colisionar. Si esto no fuera así, viviríamos en un mundo donde la extensión de la soberanía y del poder de unos sobre otros sería desconocida. Vivimos, en cambio, en un mundo de intereses contrapuestos y de derechos desigualmente ejercidos.
Por eso, en estos años preferí moderar la crítica a la ocupación por piquetes del espacio público, aunque eso no implicó moderarla respecto de las dirigencias piqueteras que, como en el caso de D’Elía (para nombrar al emblemático profeta del odio), muestra ser tan ambicioso como tornadizo en la selección de sus patrones, exceptuadas su inalterable fidelidad al venezolano Chávez y su devoción por Irán. Pero las organizaciones piqueteras no son iguales ni se manejan con esa mezcla irrestricta de asistencialismo y clientelismo. D’Elía no es el único dirigente piquetero, ni todos responden exactamente a su estilo provocador hasta el desparpajo irresponsable. Nadie como él disfruta tanto de la protección del Gobierno.
Cuando sucedieron los cacerolazos del 2002, no pensé que de las movilizaciones al ritmo del estribillo “¡Que se vayan todos!” y “¡Que me devuelvan mi plata!” iba a surgir necesariamente una nueva política. Pero habría sido una respuesta caricaturesca negarles a quienes golpeaban y pintaban las puertas de los bancos que no tenían derecho a hacerlo porque su mismo reclamo demostraba que tenían muchísimos más recursos ahorrados que los millones de argentinos que sufrían hambre en ese mismo momento. Y mientras unos volvían intransitable el microcentro reclamando por sus depósitos, otros cortaban las calles y los puentes reclamando comida o trabajo. Está claro que eran circunstancias extremas.

Hay otros piquetes, cuyo impulso no fue la miseria. Enviada por este diario, asistí en Arroyo Verde a una de las asambleas de los ciudadanos que cortaban el paso a Fray Bentos. Más que criticar el fundamentalismo ecologista de Gualeguaychú, me interesó ver por qué la asamblea era tan rígida. La estrategia de “ni un paso atrás” debió ser evaluada por los límites que imponía a quienes la propiciaban. El aislamiento de los asambleístas tuvo que ver con la creencia de que nada era negociable. Ni siquiera festejaron cuando la empresa española ENCE se retiró de su primer emplazamiento, hecho que podía ser evaluado como una victoria de las movilizaciones entrerrianas. Nadie pensó en esa victoria parcial porque la perspectiva que los impulsaba era absoluta y, por eso, antipolítica, en la medida en que toda política, que no se defina como revolucionaria o que no reclame origen divino, se sostiene en la negociación de los conflictos según la fuerza social, cultural y económica de los implicados. En el caso de Gualeguaychú la intransigencia fue un pasadizo hacia la soledad.

El cualquierismo argentino extendió el método del corte y del piquete para los reclamos más variados, que incluyeron a estudiantes secundarios tanto como a los camioneros que maneja la dinastía Moyano. El encuadramiento sindical no parece un reclamo que vuelva ineludible la táctica del piquete; pero el Gobierno no se ha atrevido a malquistarse con un sindicato que ahora es su aliado; el cambio de rector de un colegio secundario no equivale a la construcción de una pastera potencialmente contaminante. Pero el hecho de que un método sobrepase la dimensión del conflicto, y por lo tanto sea poco justificable, no invalida necesariamente ese método para otra reivindicación y en condiciones diferentes (o extremas).

La Presidenta debió haber repasado todo esto cuando condenó los piquetes rurales por la razón que proporcionó en su discurso del martes pasado. Los llamó “piquetes de la abundancia”. No conozco si los que cortaron rutas son multimillonarios o pequeños productores; creo carecer de prejuicios sobre el aspecto de las personas; tampoco podría asegurar, como lo hizo el Gobierno, que detrás de chacareros auténticos están los grandes de la Sociedad Rural, institución que, por turno, silbó a varios presidentes de la democracia y no fue renuente a los golpes militares. Pero también estoy dispuesta a admitir que las instituciones cambian y que quizás los burgueses asociados al capitalismo kirchnerista podrían gustarme menos que los integrantes de la SRA.

Antes de hacer la radiografía socioeconómica de los ruralistas que han cortado las rutas en todo el país, hay que rechazar la idea de que si el que se moviliza no es un pobre o una víctima del terrorismo de Estado, su activismo carece de legitimidad. Una nota publicada en Página/12, con una dosis alta de tilinguería bienpensante e ignorancia, describía a los movilizados como petimetres y señoras fashion vestidos por La Martina; esas observaciones frívolas ajustaron el foco sobre Callao y Santa Fe, pasando por alto lo que mostraban las pantallas de televisión: un friso de chacareros con las tonadas más diversas. El discurso presidencial también aplanó todas las diferencias.

Ignoro si detrás de los chacareros están los socios del Jockey Club. Si la Presidenta lo sabía cuando pronunció sus discursos, debió haber explicado al país cuáles eran los diferentes sectores en conflicto, cuáles dirigentes de los muy ricos arrastraban a los medianos y chicos, por qué la CRA se habría sometido a los intereses de los pulpos sojeros, y finalmente cuáles de ellos ejercían una presión golpista. Resumir la protesta agraria en un repudiable y arcaico cartel urbano que pedía el regreso de Videla es un despropósito mayor, una hipérbole que corresponde a la diatriba más que al razonamiento. Si la Presidenta hubiera caracterizado racionalmente los sectores unidos en la protesta, hubiera dado una clase (como les gusta afirmar a sus admiradores).

El Estado no debe propiciar la violencia de los ciudadanos. La Presidenta volvió a hablar el jueves y no se refirió a la violencia gestionada y administrada, a partir del martes a la noche, por algunos jefes de organizaciones kirchneristas. Además, habló desde un escenario inadecuado. En lugar de dirigirse al país desde la Casa de Gobierno, lo hizo en un acto del PJ y sus satélites, que están rememorando la marcha peronista ahora que los Kirchner ya no la consideran infectada por un “pejotismo” ajeno a su proyecto. Un acto del “aguante” tanto como de la investidura presidencial que Cristina Kirchner invocó con todo derecho.

Y volvió a cometer un exceso de interpretación, subrayando la naturaleza “política del conflicto”; la razón no es sólo que toda distribución del ingreso supone el juego de fuerzas políticas (lo cual es cierto), sino también porque una “parte de los caceroleros están en contra de nuestra política de derechos humanos”. El conflicto es político, tiene razón la Presidenta, pero de una índole que no toca la cuestión de los derechos humanos, salvo que se comience a examinar el prontuario de cada uno de los movilizados o se atribuya importancia en el conflicto a algunos impresentables de la derecha argentina que persisten en defender a la dictadura.
¿Por qué traer los derechos humanos a esta coyuntura? Para los Kirchner funcionan como fundamento de legitimidad ideológica, como si la legitimidad del voto (que la Presidenta repite como argumento) y la legitimidad institucional (que la oposición considera endeble por el bloqueo del Congreso) fueran en sí mismas insuficientes. Los derechos humanos ofrecen una legitimidad sustancial, reforzada porque muchas de las organizaciones y sus dirigentes más famosos forman una especie de guardia moral en los actos presidenciales, como si su presencia fuera un reaseguro de lo que allí sucede.

Los Kirchner se abstienen de preguntar qué hicieron durante la dictadura todos los empresarios con quienes no arman conflictos sino negocios; tampoco hay que sucumbir a la tentación de preguntarles a los Kirchner por qué no militaron en las organizaciones de derechos humanos durante la dictadura o cuáles fueron los actos por la memoria que realizó el ex presidente como gobernador. Esta lógica de traer la política de derechos humanos cuando se discuten retenciones a la soja no es buena ni para los organismos de derechos humanos, ni para sus dirigentes y militantes. Es un uso oportunista (lo quiera o no la Presidenta) de un tema que no debería ser arrastrado, en ninguna circunstancia, a los encontronazos por el porcentaje de las retenciones aplicadas a los granos. Como sea, la Presidenta llamó al diálogo, que es lo que debería haber hecho el martes pasado, en lugar de tolerar a D’Elía en la Plaza.