Estuve en México el martes y miércoles pasados integrando el directorio de Adweek para el evento global sobre publicidad más importante, que este año pone foco en Latinoamérica. Cuando sus organizadores decidieron México como sede, no imaginaban que Trump iba a ser presidente y se guiaron por la lógica cuantitativa: sólo las radios y los canales de TV hispanos en Estados Unidos tienen ventas anuales superiores a las de todos los medios de los países latinoamericanos sumados, y la mayoría de sus contenidos son mexicanos o de empresas mexicanas.
El año próximo hay elecciones en México y uno de los temas propuestos para un panel de Adweek fue “El giro a la izquierda de la política mexicana”, porque la verdadera consecuencia de Trump no será para México el muro en la frontera o la extinción del tratado de libre comercio con Estados Unidos, que Trump ya comienza a decir que sólo hay que renegociarlo, sino haber generado una ola de antinorteamericanismo que muy probablemente lleve a la presidencia a Andrés Manuel López Obrador (AMLP, como lo conocen en México), el candidato de “izquierda” que ya estuvo a punto de ser electo en 2006 y 2012 tras perder, con acusaciones de fraude incluidas, contra Felipe Calderón, del PAN, por sólo 0,6% de los votos y luego contra Peña Nieto, del PRI, por 6%.
La aceleración de la obsolescencia de todo, herramientas, hábitos y valores, hace a muchos más conservadores
Pero no es Trump quien probablemente haga presidente de México a un López Obrador al que se suponía más cerca del retiro de la política, sino una fuerza mucho mayor: la misma que hizo a Trump y a Macri presidentes, aunque López Obrador no sea del “mismo palo” que ellos o del opuesto. Es la misma fuerza que sacude a todas las democracias de América y Europa: el hartazgo de la sociedad con el statu quo. Como en México el PAN y el PRI son partidos de derecha y centroderecha respectivamente, el péndulo del humor social por el cambio lleva hacia la “izquierda”, que en el caso de López Obrador más que izquierda es un populismo evangelista en algunos aspectos bastante conservador.Sean los más votados de “izquierda” o de “derecha”, populistas o institucionalistas, lo que tiene en común el cambio en las preferencias electorales de casi todas las democracias occidentales es ir hacia el opuesto del statu quo vigente en cada país pero con una tendencia conservadora que el genial Zigmunt Bauman en su libro póstumo de reciente edición designó en su título como “retrotopía”. Es la búsqueda de la utopía en el pasado porque el miedo al futuro genera una epidemia global de nostalgia por una época que nunca existió.
“Hace tiempo que perdimos la fe en la idea de que las personas podríamos alcanzar la felicidad humana en un estado futuro ideal, un estado que Tomás Moro, cinco siglos atrás, vinculó a un topos, un lugar fijo, un Estado soberano regido por un gobernante sabio y benévolo. Pero, aunque hayamos perdido la fe en las utopías de todo signo, lo que no ha muerto es la aspiración humana que hizo que esa imagen resultara tan cautivadora. De hecho, está resurgiendo de nuevo como una imagen centrada, no en el futuro, sino en el pasado: no en un futuro por crear, sino en un pasado abandonado y redivivo que podríamos llamar retrotopía”, escribió Bauman.
La nostalgia es un sentimiento de pérdida pero también un ideal romántico, además de un mecanismo de defensa frente a un futuro que amenaza con volver irrelevantes las habilidades laborales actuales o hacer perder el trabajo presente porque en otro país –o los robots– lo hagan más barato.
Los casos policiales son cada vez más decisivos en las campañas electorales a favor de quienes prometen combatir el delito, pero parte de la solución requiere resolver los trastornos de un mercado laboral que alienta a consumir pero limita la posibilidad de producir. En todos los países se termina cayendo en “la guerra de dos mundos”, donde el culpable es un otro, según el contexto de cada país: los ricos, los inmigrantes, los bancos, los del partido que gobierna, o gobernó recientemente. La realidad, por ser compleja, es menos creíble y resulta más difícil de entender que atribuirla a un único culpable.
Hay “nuevas formas de etnicidad” donde los de la otra tribu son de otra “raza” y el futuro mismo se convierte en un país extranjero. Derecha o izquierda dejaron de ser categorías relevantes porque “las personas no votan necesariamente en función de su interés particular, votan según su identidad, votan según sus valores”.
Ansiedad de la impotencia es sentir que el poder está en un lugar distinto al que se está. El remedio: un líder fuerte o exitoso
Ante una masa ingestionable de riesgos, “una muestra de sabiduría política es encargarse de que haya algunos enemigos con el fin de que la unidad de los miembros sea efectiva y para que el grupo siga siendo consciente de que esta unidad es su interés vital”, citó Bauman. Para los mexicanos, el enemigo es Trump. Para Trump, el fundamentalismo islámico, los chinos, norcoreanos y mexicanos. Para el kirchnerismo, es Macri, y para gran parte de los votantes de Macri, es el kirchnerismo. Quizá Cristina Kirchner haya tenido un momento real de lucidez en su megalomanía paranoica al decir “me excluyo” porque, si ella no fuera candidata, privaría a Cambiemos del principal objeto aglutinante de odio.
El paroxismo de la retrotopía es la vuelta al seno familiar de la infancia, donde los padres eran autosuficientes y resolvían todas las necesidades. Un líder fuerte, sea Trump, López Obrador o a su modo un exitoso como Mauricio Macri, representa para muchos la ilusión de un escudo protector. Los políticos que están ganando las elecciones, sean de derecha o de izquierda, comparten en algún punto los valores conservadores de la retrotopía, la “ideología” del momento.