En Uruguay, un país austero, laico y republicano, es comprensible que José Mujica sea referente moral de buena parte de la población. Y en un universo posmoderno, huérfano de líderes y repleto de prebendas, también es comprensible que un hombre con tamaño desapego por los bienes de este mundo tenga estatus de rock star.
Marcelo Birmajer ha apuntado que a Mujica “lo aplauden porque tiene pinta de pobre, porque tiene un perro con tres patas, porque no tiene la menor relevancia en el mundo”. Tras desgranar su pasado por la guerrilla, Birmajer ha opinado: “Mujica es como esos cuadros impresionistas que nadie entiende pero todos elogian”.
Repiten este concepto personas de buena fe sorprendidas por los tics efectistas del personaje, pero deseosas de saber por qué tanta gente lo apoya con fervor. La realidad es más sencilla: si bien en el mundo, particularmente en Europa continental, a Mujica se le presta una atención central como fenómeno y lateral como estadista, lo que lleva a que el folclore, el marketing y el esnobismo se impongan en toda la línea, en el Río de la Plata pocos de quienes lo aplauden no lo entienden.
Más bien, comprenden perfectamente que fue guerrillero, aunque le dan otra oportunidad. Comprenden que no tiene ninguna relevancia su pasado en cuanto factor de toma de conciencia, es decir que, así como el ex tupamaro Henry Engler es hoy uno de los neurocientíficos más destacados del mundo, Mujica es el mismo de siempre, más liviano que profundo, más irresponsable que dogmático, más mediocre que brillante.
Entienden, también, que a Mujica no le gusta nada la cultura del trabajo, que desprecia el consumo y la meritocracia y que su grupo político ha hecho un culto del resentimiento social pese a que la mayoría de sus miembros proviene de un hogar acomodado cuando no directamente aristocrático, lo que transforma las batallas entre Mujica y Vázquez, o entre el presidente y la violenta esposa de Mujica, Lucía Topolansky Saavedra, en un espectáculo abominable.
Un espectáculo donde quienes nunca votaron al actual mandatario por lo menos reconocen en él a un hombre de origen humilde que se superó notablemente, que pasó por la educación pública, se recibió de médico, se convirtió en catedrático y fue el primer líder de izquierda de la historia uruguaya en alcanzar la presidencia, méritos que carga vistiéndose como un ser humano normal, hablando tranquilamente con los medios y distinguiendo el pobrismo subdesarrollado tupamaro del progresismo socialdemócrata al que adhiere.
Pero no sólo en estas diferencias se ven con mayor nitidez las miserias del “Pepe”, cuyos defectos se han agigantado a medida que ha crecido su lejanía del poder y su fascinación por los flashes. Las vemos cuando comprobamos cuánta razón tuvo Luis Alberto Lacalle cuando afirmó que “Mujica es el hombre que menos se ha dado cuenta de lo que quiere decir ser presidente”.
Ahora que proclama su rechazo al libre comercio entre Uruguay y Chile, su amor tardío por el eje bolivariano y su desprecio por las “repúblicas bananeras” que, afirma, “parecen” Brasil y Argentina; ahora que no puede disimular que Vázquez no fue condescendiente sino inquebrantable con el kirchnerismo –y además se encargó de destruir jurídicamente la industria del tabaco–, Mujica luce como un fallido aspirante a revolucionario. Y Jorge Zabalza, su ex compañero de guerrilla, le aclara a quien quiera escucharlo que él nunca lo votó porque “hubiera sido un irresponsable” conociéndolo como lo conoce.
Antes que Zabalza, el gran pensador uruguayo Carlos Maggi había dicho: “Creo que lo ideal sería que Mujica fuera rey y que tuviera un gran primer ministro”. Después de haber leído el modo en que el semanario Búsqueda tituló su última charla con este apologista de la marihuana, no queda más que darle la razón: “Mujica dice que lo critican porque tienen ‘temor’ de que vuelva a ser candidato”.
*Escritor y periodista.