La fiesta de quince se avecina. La hija se prueba el vestido que va a usar en esa noche: es de un azul parecido al de ciertos cielos y contrasta inexorablemente con la extrema sencillez de las cosas del hogar familiar, regido por esa forma singular de la humildad que consiste en una total medianía. La madre se echa en la cama para mejor contemplar a la hija. Su felicidad de ese momento es anticipo de la felicidad de la fiesta que vendrá. La madre sueña con esa fiesta (el vestido es resto diurno, pero al revés: no es huella sino anuncio) y se pone a cantar un vals, un vals como el que en la fiesta de sus quince va a poder bailar la hija.
¿En qué realidad sucede esto? No lo sé, yo lo vi suceder en el cine. Es una escena de La tercera orilla, la película de Celina Murga que se está dando ahora mismo. Es ahí donde la madre canta un vals, canta uno de los famosos valses de Johann Strauss. Es decir que sueña en grande, tal vez sueña lo que ella misma alguna vez vio en el cine. Por fin llega la noche de esa esperada fiesta de quince. Se lleva a cabo en una canchita del club del pueblo decorada con luces y telas para darle lo más posible el aspecto de un salón. La madre y la hija lucen arregladísimas (una tragedia de padre e hijo va pasando mientras tanto por debajo), hasta que el momento culminante llega: el momento de bailar el vals.
Sin embargo, en los parlantes, no es Johann Strauss lo que suena: no es una gran orquesta ni es Viena. Es la orquesta de Juan D’Arienzo tocando un valsecito muy nuestro. En el paso del sueño a la concreción, solamente la idea del vals perdura; lo demás, ha cambiado todo. Pero el sueño fue netamente popular y su concreción posterior no lo es menos. El sueño (la madre, en la cama, sueña despierta) remite a lo que, desde su punto de vista al menos, se presiente como sublime; a la hora de bailar, no obstante, de enlazarse y empezar a dar los pasitos laterales de rigor, lo sublime es relegado; para la baldosa rugosa del piso del club, tanto mejor resulta El rey del compás.
No es que la realidad de los hechos haya venido a traicionar lo soñado, no es que lo haya disminuido, tampoco lo ha defraudado. El sueño popular fue perfecto como sueño, y eso supuso a Johann Strauss (tarareado). Luego ese sueño, hecho realidad, no dejó de ser perfecto; para serlo, sin embargo, debió deslizarse hacia Juan D’Arienzo: concretarse en una realidad popular. Como si hubiese en todo eso la sabiduría de un desacople necesario: el proyecto y su ejecución tienen por necesidad que discordar, la fantasía más cabal es la que no espera verse consumada bajo un criterio de reproducción absoluta.
En los días posteriores, no dejo de darle vueltas al tema. Y lo cierto es que sigue ahí, rondando en lo que pienso, cuando, para mi suerte, me pongo a leer el Romance de la negra rubia de Gabriela Cabezón Cámara. Pocas veces la literatura ha contado con tanta verdad y tan desde adentro la crudeza de la realidad social de los más postergados, los marginados, los sumergidos, los destratados. Pero, como no se trata de realismo llano, sino del lenguaje y sus formas, de crear voces y mundos, la novela se hunde en los materiales de esa realidad para plasmar el proceso en que, con esos materiales, se va pudiendo elaborar un mito. Luego, lo que hace no es estudiar ese mito, tampoco examinarlo, tampoco denunciarlo; lo que hace es narrar su producción y, al mismo tiempo, en parte al menos, producirlo ella misma. De la violencia de toda postergación social se pasa a una violencia manifiesta y declarada, al servicio de la represión; esa violencia suscita resistencia y sacrificio; esa resistencia y ese sacrificio motivan un prestigio; de ese prestigio va a ir surgiendo toda una mitología.
Los dos movimientos, el de la película de Celina Murga y el de la novela de Cabezón Cámara, se unieron en mí en una sola secuencia de lo popular (aunque se trata de dos inflexiones, dos registros de lo popular visiblemente distintos). Veo primero la conversión de un sueño en realidad, leo después la conversión de la realidad en mito. Son cuestiones que voy tratando de entender un poco mejor, para entender un poco mejor algunas de las cosas que pasan.