En un año signado por la caída abrupta de las ventas y las publicaciones, la suspensión de ferias y el cierre de librerías, la industria editorial argentina tiene también buenas noticias para celebrar. Y como ocurre con frecuencia en la historia reciente, esas muestras de vitalidad provienen de las pequeñas y medianas editoriales y de un sector específico de su actividad: la traducción desde Argentina de grandes obras de la literatura. A la reedición de una trilogía de novelas de Samuel Beckett, se agregan obras tan diversas como Paterson, de William Carlos Williams, las novelas de Lee Child y el próximo lanzamiento de una nueva versión de Dublineses, de James Joyce.
Más allá de los dramas de la coyuntura, la publicación de traducciones es una marca importante en el actual panorama editorial. “Una parte importante de las pequeñas y medianas editoriales nacionales son editoriales traductoras, eligen publicar literatura traducida y de este modo hacen de la traducción una práctica configuradora de sus catálogos”, dice Santiago Venturini, poeta e investigador del Conicet dedicado al estudio de las políticas de traducción en la Argentina.
La identidad de las editoriales traductoras se juega en la elección de las lenguas de traducción. “El inglés tiene una presencia consolidada, aparece en todos los catálogos. Pero al mismo tiempo, estas editoriales apuestan a autores que escriben en otras lenguas, que han sido definidas como semiperiféricas o periféricas, como el coreano, el esloveno, el checo”, agrega Venturini, que también destaca las bibliotecas de autor –colecciones dedicadas a traducciones de escritores específicos– como novedad dentro del panorama.
En La constelación del sur, una referencia insoslayable sobre el tema, Patricia Willson señala que las grandes traducciones al español del siglo XX fueron realizadas en la Argentina durante el período de apogeo de su industria editorial. El fenómeno traductor del presente tendría otras coordenadas, según Venturini: “No creo que esté relacionado con una añoranza por la llamada edad de oro de la industria, sino más bien en un contexto de concentración y polarización editorial marcadas con la supervivencia de la edición nacional y con un acto, por qué no, de resistencia”.
Versiones y reversiones. El primer día de julio, Edgardo Scott anunció una buena nueva en Facebook: “Hoy entregué la (re) traducción de Dublineses, de James Joyce. La verdad es que fue un trabajo duro, porque todavía había muchas gaps en sus traducciones anteriores”. Los traductores argentinos también tienen versiones de textos centrales en la literatura universal.
“En castellano solo hay dos versiones de Dublineses –dice Scott–. La de Guillermo Cabrera Infante, que dentro de poco va a cumplir 50 años, y que por supuesto tiene un idioma cubano, y la de Eduardo Chamorro, demasiado española. Las dos tenían todavía fallas directas de sentido en algunas referencias”. Además, “es necesario retraducir a los clásicos porque al hacerlo ajustamos cuentas con toda la tradición a la que ellos pertenecen; pasando en limpio Joyce hoy, 2020, ajustamos todo un tipo de relato, todo un estilo también en nuestra lengua”.
La traducción, sigue Scott, desconoce el concepto de versión definitiva, “porque la lengua cambia y el estilo debe redescubrirse; debe, justamente, retraducirse”. Matías Battistón podría suscribir la idea al cabo de su trabajo con Molloy, Malone muere y El innombrable, de Samuel Beckett, la trilogía que publica Ediciones Godot. “Una traducción previa siempre es una buena excusa para animarse a hacer algo nuevo con la propia”, declara el también traductor de Marcel Proust y Oscar Wilde, entre otros autores.
“Mi versión, por razones de disponibilidad de fuentes, tiempo y esfuerzo sostenido, se hizo con otro aliento –dice Battistón, respecto a traducciones preexistentes de Beckett–. Las anteriores dividieron la trilogía entre traductores distintos, que no colaboraron entre sí, lo que llevó a perder ecos y repeticiones que sirven de motivo a lo largo de los tres libros. Tampoco tuvieron en cuenta las propias versiones al inglés que hizo Beckett, que añaden una dimensión distinta al conjunto”.
Aldo Giacometti hace una observación similar sobre sus versiones de Lee Child –este mes se distribuye Mañana no estás, en coedición de Eterna Cadencia y Blatt & Ríos–, a las que entiende como un intento de valorizar a un escritor desconsiderado como tal por otros traductores.
“Mi búsqueda como traductor es conseguir que el lector en español tenga la misma experiencia que el lector en inglés, que el libro lo lleve de principio a fin –afirma–. Child es además un autor muy repetitivo, de alguna manera siempre escribe el mismo libro y trabaja con un léxico que reitera en todas las novelas. Ese ritmo y la búsqueda de continuidad de una novela a la otra es algo que se pierde en español porque lo han traducido varios traductores y ninguno presta atención a esas cosas ni ve en definitiva qué está haciendo Child como escritor”.
Para Battistón, la dificultad no consistió tanto en lidiar con otros traductores como con el propio autor: “El mayor problema formal fue la presencia de un segundo original de la trilogía. Beckett se autotradujo al inglés, modificando varios elementos en el camino y estableciendo entre ambas versiones un diálogo medio inestable. Mi solución fue traducir del francés con el inglés a la vista, y después hacer otra versión a la inversa. La versión del francés es la que se publicó ahora. Pero hablar de solución quizá sea un exceso, porque sigo pensando en el asunto y encontrando otras posibles”.
Entre los acontecimientos del año ya puede contarse la publicación de Paterson, de William Carlos Williams, en versión de Silvia Camerotto. La traducción reivindica una operación de lectura que sitúa al original bajo una luz desconocida: “Si se comprende el corazón de la obra, nada resulta ajeno –explica Camerotto, especializada en la traducción de poesía, con versiones de Ezra Pound, Emily Dickinson y Robert Browning, entre otros–. Fui consciente del pastiche del que erróneamente hablan los críticos, de la búsqueda de Williams del idioma americano, de la formulación de ese idioma, de la cohesión entre poesía y prosa, de la veracidad que las palabras imprimen en su representación histórico-sociológica”. El libro aparece este mes publicado por Ediciones en Danza.
Traductores escritores. Las grandes traducciones, dice Patricia Willson, no solo imponen prácticas y criterios para el oficio sino que renuevan la lengua a la que se incorporan. Entre otros efectos, la figura del escritor traductor tiene ya una tradición en la literatura argentina a través de las experiencias de Alberto Girri y Mirta Rosenberg, que jerarquizaron la traducción al punto de situarla como equivalente de la escritura, o de Marcelo Cohen, donde la traducción entendida como “un ejercicio espiritual, cultural, político” sería una especie de ascesis trascendente: “Cuando un escritor inventa dentro del rumor de la lengua que lo rodea, puede hacerlo con total libertad. El traductor no puede hacerlo porque está traduciendo en el marco de la lengua traducida”, según su planteo en un ciclo de entrevistas de la Biblioteca Nacional.
“Escribir poesía es un lugar íntimo, dudoso, muchas veces poco satisfactorio porque es difícil decir lo que se quiere decir, encontrar la palabra justa y un modo concluyente para decirla –opina Silvia Camerotto, también poeta–. Traducir poesía es, sobre todo, un aprendizaje, una forma de conocimiento profunda, enriquecedora, incluso hasta para escribir. Y viene con backbone. Reescribimos, no decimos”.
Narrador y poeta, Aldo Giacometti encuentra en la traducción un laboratorio de usos múltiples. En sus términos, “traducir es también un entrenamiento, te tiene con la mano caliente para escribir y te hace entrar en ritmo. Las traducciones funcionan como puede funcionar cualquier lectura, te stockeás no solo de ideas sino también de cosas puntuales. Robando, básicamente. Y mientras más traduzca, uno más se va encontrando con cosas que puede ir metiendo en lo que hace por otro lado”.
Edgardo Scott, en cambio, piensa que traducción y escritura responden a impulsos diferentes. “No tiene que ver con la práctica en sí porque en eso la escritura puede hallar recursos en común, pero la traducción es gregaria y la escritura propia es mucho más ensimismada y afantasmada”, observa. También se trata de evitar confusiones, agrega Camerotto, porque “lo más difícil de traducir poesía, cuando escribimos poesía, es respetar los ritmos del poeta, no mezclarlos con los propios”.
Estrategias. Si la publicación de traducciones propias es un valor predominante en las pequeñas y medianas editoriales, “existen diferentes posiciones en relación con las estrategias de traducción”, advierte Santiago Venturini. También con su comercialización, lo que impacta en los textos. Las versiones de Aldo Giacometti sobre los libros de Lee Child –dos novelas y dos colecciones de relatos, hasta ahora– están destinadas al mercado latinoamericano; para la venta en España, Paula Pérez-Rodríguez adapta esas traducciones al español ibérico. Es el movimiento inverso a la “desgalleguización”, como se llama a la práctica de adaptar traducciones españolas para el ámbito argentino.
“La necesidad de una lengua más moderada, menos marcada, tiene una tradición en los editores y traductores argentinos”, dice Venturini, y su propia utopía, la de un “imaginario universal del castellano”, en los términos de Edgardo Dobry. “Es decir, una lengua más neutra, que no ostenta demasiadas marcas locales. Esta cuestión, en la que hay ecos del histórico debate por la llamada lengua nacional –aunque las traducciones no se juzgan igual que las escrituras directas, ya que están regidas por otras normas–, puede dar lugar a una interminable discusión”, agrega Venturini.
Mientras tanto se traduce y esas publicaciones reaniman un corpus en estado crítico. Y quizás entre las que aparecen hoy se encuentren aquellas que, como las que analizó Patricia Willson, pueden determinar una etapa de esplendor para la literatura de la lengua en su conjunto.
Estirpe de traductores
Reconocido como uno de los autores más importantes de la nueva poesía argentina –su último libro es Un año sentimental, publicado por Caleta Olivia–, Santiago Venturini desarrolla a la vez una investigación sobre la traducción en editoriales pequeñas y medianas, tal como se conformaron en las últimas dos décadas. “Para mencionar algunas: Fiordo, Gog y Magog, Dobra Robota, Eterna Cadencia, Interzona, El Cuenco de Plata, entre otras –puntualiza–. Estas son las editoriales que fueron definidas (y que se autodefinieron) como independientes”. Ese rótulo “tiene algunas implicancias que en el caso de la traducción lo vuelve, al menos un poco, contradictorio”, agrega, en alusión a las tensiones con el mercado mundial de la traducción.
—¿Hay traductores que influyen en cómo y qué se traduce? ¿Cuál podría ser un caso actual?
—Es sabido que los traductores son agentes culturales que históricamente no fueron valorados como debían. A pesar de la visibilidad que tienen algunos actualmente –una visibilidad siempre relativa, restringida–, su trabajo merece, en general, un mayor reconocimiento. Existen algunos traductores reconocidos, figuras de traductor que adquirieron notoriedad en los círculos literarios y culturales. Pienso en el caso del español Miguel Sáenz, aunque hay muchos otros. La Argentina cuenta también con importantes traductores, como Marcelo Cohen, Rolando Costa Picazo, Patricia Willson, Jorge Fondebrider, Teresa Arijón, Jorge Aulicino, Ariel Dilon, Silvio Mattoni, entre muchos otros. Muchos de estos traductores son escritores y otros investigan la traducción desde hace años, como Patricia Willson. Es difícil determinar si influyen en cómo se traduce. En relación con el qué, hay traductores ligados definitivamente a un nombre de autor –por ejemplo, Miguel Sáenz, traductor de Thomas Bernhard– y en muchos casos son los mismos traductores los que ofician como los descubridores de los autores extranjeros que publican las editoriales, algo que sucede con frecuencia en el caso de las editoriales recientes.
Encontrar la vuelta
Matías Battistón tradujo la trilogía de Samuel Beckett entre 2016 y 2019, pero con muchos otros libros y proyectos en el medio. Entre ellos, versiones de John Cage, Gustave Flaubert y Édouard Levé y una residencia en Irlanda para traducir La insurrección en Dublín, de James Stephens.
—¿“La residencia en Dublín” cambió en algo tu forma de pensar la traducción? En una charla en el Club de Traductores Literarios comentás que fue como si la ciudad te ayudara al respecto.
—Sí, hasta cierto punto la traducción de Stephens fue una obra en colaboración con Dublín. Pero al mismo tiempo ese exceso de referentes inmediatos después me llevó a replegarme un poco, a buscar más en otros diarios y correspondencias en la biblioteca de Trinity y no tanto en los tours históricos al aire libre. Creo que los efectos de todo desplazamiento, en particular los fuertes, los que dejan su marca, son difíciles de precisar.
—¿Qué es más difícil de traducir, un artista de vanguardia como John Cage o bien otro que extrema la precisión en el uso de la lengua, como Flaubert?
—Tengo que decir que hasta ahora yo traduje al Flaubert adolescente, que era menos preciso que arrebatado, aunque ese ya puede ser otro problema: traducir una obra cuyo estilo por momentos va en contra de lo que se espera de ese autor. En John Cage lo que hay es un rigor de otro tipo: en muchos casos directamente hay que inventar otras maneras de traducir para adaptarse a sus reglas, lo que también puede ser una libertad. Pero quizá no hablaría tanto en términos de dificultades, sino de estímulos o entusiasmos. A lo que entusiasma se le termina encontrando la vuelta.