CULTURA
VIGENCIA Y LEGADO

Santo Tomás, el contemporáneo

Una certeza: navegamos nuestro tiempo atados a los vientos del subjetivismo extremo. Las redes por un lado, y la posmodernidad filosófica por el otro, expresan que la realidad solo es lo determinado por las interpretaciones y las propias creencias. En tales circunstancias, volver a Santo Tomás de Aquino –pensador colosal entre los gigantes– resulta un antídoto para sortear no solo la toxicidad de la posverdad, sino, por sobre todo, la falta de fundamentos en lo dicho. La fuerza de la argumentación que cultiva el tomismo se proyecta así como una alternativa posible para reconstituir la condición ética que hemos abandonado como especie.

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Santo Tomás de Aquino. | cedoc

Recordar a Santo Tomás de Aquino (1225-1274), el máximo teólogo y filósofo de la escolástica medieval, cuando este mes se cumplen 950 años de su muerte –el año próximo mil de su nacimiento–, es un especial reto. Un personaje sobre quien Chesterton decía que “no solo fue un gran pensador sino un gigante entre los grandes pensadores”.

¿Qué podrá tener un superlativo pensador de la Edad Media para decirnos en nuestro tiempo black mirror de las continuas e hiperveloces cascadas de información, poco dispuestas a la detención y la reflexión?

Los legados del pensamiento a veces brillan, constantes; otras, desparecen entre muchas estaciones hasta regresar en alguna primavera; otras veces esos legados se mantienen replegados en una institución y su cuerpo doctrinal. En el caso de Santo Tomás, nombrado Doctor de la Iglesia en 1567, su influencia se ramifica en el neotomismo o neoescolástica en la modernidad, en el delta de algunos pensadores del siglo XX y XXI que aúnan filosofía y teología tomista.

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Unos de ellos, es Jacques Maritain (1882-1973), muy valorado en su momento, relacionado con la corriente del personalismo o el “humanismo integral”. La argumentación ética y filosófica política de su obra El hombre y el Estado destaca la ley natural defendida por Tomás como fundamento de la sociedad y la dignidad humana; y manifiesta que “el Estado es para el hombre”. En 1923, dicta la conferencia “Santo Tomás, apóstol de los tiempos modernos”. Y en Arte y escolástica analiza el obrar artístico desde una perspectiva de trascendencia tomista.

Y Étienne Gilson (1884-1978) enseña en la Universidad de Harvard y en la Universidad de París. Otro filósofo francés e historiador de la filosofía, gran revalidador de la obra de Tomás como en El Tomismo, La filosofía en la Edad Media o en El espíritu de la filosofía medieval.

El notable filósofo alemán neoescolástico Josef Pieper (1904-1997), le dedica a su admirado Tomás de Aquino el estudio biográfico Tomás de Aquino, Vida y obras (1958).  

Y ya en el siglo XXI, John F. Wippel escribe El pensamiento metafísico de Tomás de Aquino (Catholic University of America Press, 2000); Eleonore Stump plasma su valoración del pensamiento tomista en Aquinas (Routledge, 2008). Y Edward C. Feser (1968), filósofo católico estadounidense de la Universidad de Pasadena, California, publica Aquinas: A Beginner’s Guide (Tomás de Aquino: Una Guía para Principiantes, 2009); o en su libro La última superstición: Una refutación del Nuevo Ateísmo, Ediciones CorIesu (2022), argumenta en defensa de la cosmovisión aristotélico-tomista ante el ateísmo del biólogo británico Richard Dawkins.

Pero ahora atendamos a quién es este Santo Tomás de Aquino de tanto ascendiente aún en el presente tecnoglobal y, luego, destacaremos ciertas ideas específicas que señalan su posible actualidad. 

 

Un aristócrata que quería ser sacerdote

Hay que imaginarse a un joven muy gordo, el menor de nueve hermanos que, en 1225, nace en un castillo de Roccasecca, cerca de Aquino, en el Lacio, Italia, en el seno de una familia noble medieval emparentada con el muy singular emperador Federico II de Hohenstaufen. Su formación empieza en la Abadía de Montecassino. Luego, en la Universidad de Nápoles, estudia artes liberales, el paradigma de educación laica de la época (gramática, retórica, lógica, geometría, aritmética, música y astronomía). Aquí empieza su conocimiento de su amado Aristóteles, pero también aflora su vocación religiosa, al amparo de la orden de los dominicos, también conocida como Orden de los Predicadores, que se distinguen por su especial celo en la defensa de la fe católica amenazada por la herejía de los cátaros, en el sur de Francia; un movimiento disidente que tienen adeptos en todos los estamentos de la jerárquica sociedad medieval.

Su familia lo secuestra para retenerlo. Es tozudo, no desiste. Su estirpe aristocrática le promete protección y el orgullo de una genealogía privilegiada. Pero él se impone: no quiere ser aristócrata, solo sacerdote. Sus hermanos de fe lo apodan el “buey mudo” por su poco hablar. Sin embargo, el lacónico Tomás se expresa por su profusa palabra escrita, o por sus futuras lecciones universitarias, y sus sermones desde el púlpito de predicador.

En Colonia, estudia con su gran maestro Alberto Magno, el que, según la leyenda, cuando oye que llaman a Tomás “buey”, dice: “¡Ustedes lo llaman el buey mudo! Yo les digo que este buey mugirá tan fuerte que su mugido resonará en todo el mundo”. En 1250, es ordenado sacerdote. Luego, conduce una cátedra dominica en la Facultad de Teología en la Universidad de París, cumbre dorada de la intelectualidad. Se doctora, y al principio es resistido por los profesores seglares. Se resisten a que los sacerdotes de órdenes mendicantes impartan lecciones universitarias. Tomás no se amilana y, desde entonces, su pasión pensante se prodigará hasta su muerte. En sus últimos días ocurrirá algo muy especial, algo a lo que luego nos referiremos.

 En tiempos de Tomás, en la baja Edad Media, la Europa cristiana occidental fortalece sus fronteras, disminuye el temor de invasiones desde el mundo no cristiano. La población de las ciudades crece. Con su estilo gótico, las catedrales y sus vitrales, como talladas agujas de piedras, se yerguen hacia el cielo, mientras surgen las universidades, y las corporaciones de artesanos, panaderos, picapedreros, y otras, que coinciden con el envión de una incipiente burguesía mercantil; y con la sutileza conceptual de la teología escolástica, del griego “scholastikos”, “de la escuela”, en relación con las escuelas medievales y renacentistas, en las que esta teología, de la que Tomás es justamente principal exponente, se desarrolla y enseña.

Un Santo Tomás que es santo al ser canonizado en 1323, y que se lo llama Doctor Angélico en reconocimiento a su alta intelectualidad y su santidad personal. En el París corazón de la monarquía de los capetos, ya en vida, Tomás es reconocido como teólogo culmen de la cristiandad. Su amor por el estudio, la escritura, la enseñanza, son proverbiales.

Y en París, como en otras partes de Europa, circulan las traducciones de textos aristotélicos realizados por la famosa Escuela de Traductores de Toledo, la bella ciudad a orillas del Tajo.

En medio de su circulación y valoración, Aristóteles se convierte en “el Filósofo”, porque su mente forja una visión completa del mundo, una cosmovisión en la que las sustancias individuales, hechas de materia y forma (el concepto o definición de algo), son parte de una escalera ascendente de la naturaleza que hace cima en un Dios que se relaciona con este mundo como motor inmóvil. Este Dios mueve sin ser movido y es, así, la primera causa del movimiento de los seres, las cosas, los elementos naturales, los planetas, las constelaciones. Santo Tomás ensaya la célebre síntesis entre Aristóteles y el cristianismo. Apela a la razón, de la filosofía pagana, como una confirmación de la revelación cristiana.

A diferencia de San Agustín, el otro gran teólogo medieval, que somete la razón a la primacía de la fe, para Tomás ambas dimensiones son necesarias y complementarias. Pero, como teólogo, Tomás parte de una verdad pre-dada, sostenida en ciertos principios dogmáticos indiscutibles, como que Dios es el creador de todo, y que a Él solo se lo venera por la gracia y la superioridad de la fe. Pero esto solo supone subordinación, pero no devaluación, de la razón. Como sostiene Étiene Gilson, en su obra El espíritu de la filosofía medieval: “La fe presupone a la razón… la fe es la forma superior de la razón que transforma en conocimiento lo que no deja de ser, a la vez, conocimiento racional”.

La fe admite la razón, sí. Pero no deja de anclarse en dogmas. Es decir, la fe cristiana le concede a la razón ayudar a demostrar la existencia del Dios personal de su religión, pero nunca su inexistencia, aunque para esto también podría dar argumentos.

Y Santo Tomás no es pensador sedentario. Mucho viaja. Como viajero, columbra otros horizontes. Asiste a Capítulos generales de los Dominicos a través de toda Italia. Permanece en Roma, pero es reclamado de nuevo en París. Antes de regresar al cercano rumor del Sena, en la Ciudad Eterna, cerca del Tíber, del Foro Romano, y de la Antigua Basílica de San Pedro, inicia la redacción de una de sus obras máximas: la Summa Theologiae (La Suma teológica).

La epopeya de la Summa

La Summa... es un tratado de teología escrito por Tomás de Aquino entre 1265 y 1274. Obra monumental, de 3.125 artículos, destinada a la educación teológica más que a la controversia con los no católicos, como sí es el caso de su obra anterior: Summa contra gentiles, de ánimo refutador de herejías y otras religiones. La Summa es un compendio de casi todos los puntos de la teología cristiana, desde Dios, la creación del hombre y el mundo, hasta los sacramentos y Cristo, en un concepto cíclico, desde el Dios Padre hasta el regreso de todo a Él.

La fama principal de la obra proviene de los cinco argumentos para la demostración de la existencia de Dios (las “cinco vías”). Aquí, el poder racional pagano se adapta a usos cristianos. En el desarrollo de la Summa se citan no solo fuentes cristianas sino también musulmanas, hebreas y paganas; además de Cicerón o Platón, como ya sabemos, se apela a la autoridad de Aristóteles como “el Filósofo”.

En la segunda parte de la Summa, se aborda el significado de la vida humana como búsqueda de la felicidad, primero desde la Ética de Aristóteles; pero, para el pensador que consideramos aquí, siempre lo racional se subordina a la revelación cristiana, por lo que la mayor felicidad es el summum bonun de Dios, porque solo Dios y su gracia guían al humano hacia su máxima dicha que es la redención y la salvación, también socorrido por los sacramentos.

A su vez, Santo Tomás pretende demostrar las condiciones de una guerra justa; la superioridad de la ley natural respecto a la legislación de puro origen humano; la supremacía de la vida contemplativa en relación a la vida activa; y un orden económico regido por el precio justo como dique de contención a la usura de los prestamistas.

La Summa teológica fue traducida a multitud de idiomas, además de las lenguas europeas, al armenio o al chino.

Actualidad de un medieval entre posmodernos y la banda ancha

En el cruce entre teología y filosofía de Santo Tomás se proyectan varias ideas que hoy pueden ofrecer alternativas a las propias flaquezas y obsesiones del tiempo tecno-posmoderno-global.

 Santo Tomás busca conciliar razón y fe. En la actualidad, podríamos pensar la razón aristotélica reconfigurada como racionalidad científica, y la fe, como esfera privada de la creencia. Y para el pensar tomista, la realidad es también convivencia de un orden natural (naturaleza) y el orden sobrenatural (Dios). Esto podría dar hoy fundamento a un pensar de coexistencia posible entre el deseo religioso de creer y el deseo del saber racional-científico sobre el universo, por estar religión y ciencia consagrados a dos niveles distintos de la realidad.

Y la valoración de la síntesis aristotélica-tomista también hace hoy ver con más nitidez la ausencia de grandes síntesis entre corrientes de doctrinas en principio opuestas. El esfuerzo de la síntesis que integra en vez de dividir, crea algo nuevo a partir de lo antes en conflicto. 

En su momento, la mencionada síntesis aristotélica-tomista enfrentó graves dificultades. Para Aristóteles el universo es eterno, y no surge en el tiempo, en un momento de gran creación “desde la nada” (como para San Agustín); niega la inmortalidad del alma; y la razón por sí sola, sin ser santificada por ninguna revelación estudia y conoce el mundo. Todas esas diferencias son asumidas por el filósofo y teólogo árabe Averroes, matriz del averroísmo latino, representado por Siger de Bramante, que postula la doctrina de la doble verdad, una verdad para la razón, otra para la fe, y ambas independientes. De ahí que Tomás escribe De unitate intellectus contra averroístas para refutar a los averroístas y demostrar, con grandes problemas, la inmortalidad a partir de un único intelecto aristotélico (el intelecto agente) del que participaría todo ser humano.

El legado tomista es hoy modelo para grandes síntesis de saberes o doctrinas diferentes. Pero no muy lejos en el tiempo, en la vida secular del siglo XX, la Escuela de Frankfurt ensaya ese tipo de síntesis entre corrientes distintas cuando, por ejemplo, Marcuse une psicoanálisis con marxismo; o Kandinsky, en el territorio del arte, ensambla pintura abstracta con teosofía; o el pensador jesuita Theilhard de Chardin asocia el evolucionismo con su visión mística del Punto Omega (el punto más alto de evolución de la conciencia).

Y Santo Tomás hoy es también posible ejemplo de una alternativa a este tiempo de posverdad, falacias por doquier, y la falta de fundamentos en lo dicho. El tomismo cultiva la fuerza de la argumentación  para fundamentar un enunciado.

El poder del razonamiento que ilustra la famosa disputatio tomista, una forma de discusión académica, que es frecuente en las universidades europeas entre los siglos XIII al XV. Se presenta una tesis, y  los estudiantes y profesores presentan argumentos a favor o en contra, siempre apelando al rigor de la razón, la lógica, y también de las autoridades de la propia tradición. Fundamentación, argumentación racional, muy diferentes al decir cualquier cosa sin fundamentar lo dicho.

Y en nuestro mundo reinan los vientos del subjetivismo extremo. Las redes por un lado, y la posmodernidad filosófica por el otro, expresan que la realidad solo es lo determinado por las interpretaciones y las propias creencias. Lo contrario del subjetivismo exacerbado es el realismo, los humanos pueden crear sus realidades, pero la realidad física de la naturaleza, por ejemplo, esa realidad mayor que nos contiene y supera, que nos da aire y luz, noche y tormenta, preexiste. Por su parte, para Tomás la realidad que nos preexiste es no humana, de origen divino.

De esta manera, el legado del realismo tomista puede ser pensado actualmente como contrapeso a la afirmación de que todo es subjetivo desde la tribuna posmoderna y las redes informáticas. Así, el ya mencionado Edward Feser, al referirse a la actualidad de la filosofía de Santo Tomás, asegura que “su énfasis en la existencia de una realidad objetiva y en la capacidad de la razón humana para conocerla proporciona una base sólida para abordar los desafíos epistemológicos y metafísicos de nuestra época”.

Y Umberto Eco, en su Elogio de Santo Tomas (1974), especula que, de vivir hoy, Tomás sería un pensador moderno abocado “al marxismo, a la física relativista, a la lógica formal, al existencialismo y a la fenomenología.” Comentaría a Marx y Freud, no a Aristóteles. No construiría un gran sistema definitivo, cerrado, sino uno móvil; entendería el peso de la historia y no solo de lo eterno. Y “no sabría decir si sería todavía cristiano”. Es decir, otra forma de actualidad de un gran pensador de antaño es que hoy seguiría pensando, pero de otra manera. Y también la sospecha del autor de El nombre de la rosa sugiere que, tal vez, hoy, Tomás podría advertir la ilusión de todo intento de una verdad a partir de principios dogmáticos, como en definitiva es su caso.

Y quizá por esto el legado de Tomás también habla de un momento final en el que se asume la vanidad del conocimiento humano. Sobre el final de su vida, el Doctor Angélico le comunica a su amigo Reginaldo de Piperno que tuvo una revelación que le infunde la certeza de que todos sus tratados son solo “un montón de paja”. Entonces, no escribe más. Permanece en meditación. Contrae un mal misterioso. Pocos meses después, como a todos, la muerte lo busca, en 1274. Y en la abadía cisterciense de Fossanova donde exhala su último suspiro, quizá percibe alguna luz que no viene de un Dios invisible, sino de la vida de las rocas, de todos los humanos, de todos los seres y cosas, de todos los días y noches, que siempre sudan el misterio que ningún filósofo, ningún teólogo, ninguna aplicación de inteligencia artificial, nunca pondrán poner en palabras.

(*) Filosofo. escritor, docente, su último libro La red de las redes, ed. Continente; web: www.estebanierardo.com