OPINIóN

El voto ilógico

Debate Milei vs Massa
Debate Milei vs Massa | Cedoc

Votar suele ser, mal que nos pese, un acto emocional, fuertemente marcado por la subjetividad de nuestra propia psicología, atravesada desde luego por innumerable cantidad de desaciertos exhibidos en primera plana a lo largo de la historia. El voto, aun el más desapegado, trasunta la diatriba que se mezcla entre el deber cívico y la oprobiosa imposición de una clase dirigente que nos miente en la cara.

Si cabría ensayar un psicoanálisis del sufragio, el ciudadano medio tendría derecho a carpeta psiquiátrica indefinida. Pero aun así, el ejercicio del voto es vital. Pone en escena el sentido último de lo social, plasmado en la condición sine qua non de la catarsis democrática. Pensar el voto, es pensar en el último hálito de liberación que nos redime del sometimiento al sistema. Claro está, que cuando uno vota (uno pensado en el sentido del sujeto autopercibido como superado y libre), está ejerciendo un acto de sublimación, está depositando en la urna toda su mochila vivencial, aunque concurra al sufragio desprovisto de toda vulnerabilidad.

Ir al cuarto oscuro repitiendo una y otra vez, que ninguna opción ideológica nos seduce, es la prueba misma de la frustración. Visto desde esta perspectiva, al ciudadano no le queda otra opción que someterse y votar por el mal menor. Cuántas veces escuchamos decir "es mejor esto que aquello"; o, “esto es un desastre, pero lo otro es peor".

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Frente a un balotaje, las opciones se reducen: o es esto o es lo otro, aunque también podría ser lo de más allá. En este contexto, el voto en blanco emerge como un fusible bipolar que diluye el camino de la angustia, aunque tenga la prensa de no conducir a nada. La lógica imperante asimila lo bueno al triunfo y lo malo a la derrota, sin importar que lado de la grieta se ocupe. Cada candidato tiene sus atributos específicos para cada uno de sus seguidores y para quienes no elijan a ninguno, ambos serán la peor opción. ¿Podríamos pensar también que el peor candidato fuese la mejor opción?

Aquí aparecen quienes creen que lo mejor que nos podría pasar, sería que el sistema implosione. No ya con un "que se vayan todos" (ya sabemos que tarde o temprano muchos vuelven) sino con un "que la cosa cambie".

Votar al oficialismo es convalidar la vigencia de un sistema que se asienta en la pobreza y por ende en la desigualdad (40% de pobreza en 40 años de experiencia democrática con y sin alternancia -y el tiempo aquí no es un dato menor porque abarca casi la experiencia de vida de un sujeto, casi una generación-). Votar por la ultraderecha es embarcarse en una alquimia distópica y gutural, de fuerte impronta mística y azarosa.

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¿Esta encrucijada nos conduce necesariamente a un suicidio colectivo? Creo que no. Pensar un voto ilógico en el que el resultado fuese que gane el peor porque será lo mejor, nos puede permitir por un lado alivianar la angustia de ser argentino por estos días y por el otro depositar en la idea de la evolución, la emergencia de un país que en la próxima temporada de nuestra historia democrática pudiese dar los frutos de un proyecto que nos entusiasme.

La dirigencia política debe ser sometida a la selección natural de la democracia. Los ciudadanos debemos aprender de una vez por todas que un país no se resuelve en una elección, los tiempos del pensar político deben ser otros, aunque en nuestras vidas cotidianas la aceleración nos lleve por delante. El "que se vayan todos" es imposible, no quedaría nadie. Si la cosa cambia por una hecatombe, no lo sabremos nunca, hasta que suceda. La sociedad está dividida en dos y el resultado final del domingo, decantará un promedio del humor social que no encontrara solución el día después de la elección. Pensar los tiempos de una República como si fuese un limonero al que se poda está temporada para que dé sus frutos la siguiente, nos permite abrir una ventana a la esperanza en un país asolado por la desazón.