Mucho se habla del cambio, de las alternativas y de las transformaciones. Todas estas palabras son sinónimos de la campaña. Nos dicen mucho, y al mismo tiempo demasiado poco. Es lógico que un político en campaña quiera un cambio: quiere gobernar él, en lugar del que está gobernando. En los últimos años, y de la mano de la grieta, la sociedad se identificó con esas aspiraciones. Tuvimos (¿o tenemos?) un frente llamado Cambiemos, y el actual gobierno tampoco estuvo ajeno al tema del cambio como eje de campaña.
El problema de siempre es cómo hacer que estas palabras se conviertan en acciones de gobierno. Hoy parece que cambiar es nada más que mover algunas fichas de lugar. Tal organismo pasa a depender de tal otro, y el que estaba aquí va para allá. El gobierno nacional (y también otros, en particular el bonaerense) se está dando cuenta de que cambiar las cosas le resulta tan difícil como parecía resultarle a Macri.
Somos un país adolescente, que, como la palabra lo dice, adolece. Adolece de la falta de un proyecto transformador, y eso lo lleva a dar vueltas en redondo, siempre con las mismas discusiones que aburren y cansan a la ciudadanía. Dólar, inflación, deuda externa, sindicatos, salud, corrupción, federalismo y achicamiento del estado… Hace al menos cincuenta años que venimos hablando de todo eso, y hablarlo evidentemente no nos ha ayudado a resolverlo.
Hoy el mundo ya cambió, incluso si nosotros no cambiamos. Nadie va a esperar a que nos subamos al tren. Internet, aunque no lo parezca, cumplió 50 años en 2019. Este año, la World Wide Web cumplirá 30. Las cosas que mencionamos como sinónimos de modernidad ya están envejeciendo. Y nos falta entender que esos son los verdaderos ingredientes para el cambio.
La tecnología ha sido vista más como un fin que como un medio. Mientras tanto, se insiste en cambiar las cosas volviendo hacia atrás. Queremos la prosperidad económica de 1910, o el nivel educativo de 1950, y nos cuesta ver que sea lo que fuere que teníamos en ese momento hoy ya es imposible recrearlo. Los chicos se aburren en el colegio, estudiando las mismas materias que en tiempos de Sarmiento, las carreras son las clásicas y no hay motivación por parte de los gobiernos para fomentar otras nuevas, que sean productivas en esta época.
Por un cambio de mando con el menor impacto económico posible
Otro tanto ocurre en el mundo del trabajo. En lugar de aggionarse, los sindicatos pujan para mantener sus privilegios históricos y sostenerse en el poder, y las estrategias siguen la misma lógica extorsiva. La mejora en la calidad del trabajo no la vemos; combatimos la tecnología y la economía de coste marginal, que es la de mayor crecimiento en el mundo. Basta con ver lo que ocurre con Mercadolibre, y con otras empresas que podrían ser banderas del cambio pero en lugar de ello son tratadas como el enemigo.
Tampoco, siguiendo un poco lo que dice Michel Serres, entendemos que los mayores viven más, que la medicina evolucionó y nuestro sistema de obras sociales está caduco, que las empresas de medicina prepaga están colapsando porque se les recargan tareas que debería cumplir el estado. Vemos la mecha encendida y no hacemos nada por apagarla antes de que toque el cartucho de dinamita.
Los cambios que necesitamos no van a lograrse con un bono de 4000 pesos. Esto obviamente no es culpa del nuevo gobierno, que viene arrastrando la mala praxis del macrismo. En los últimos cuatro años, hubo un gobierno que hizo énfasis en las empresas antes que en la gente y transitó un peligroso camino que dejó a muchos argentinos al nivel del hambre. Lo que sí es cierto es que este gobierno seguirá exactamente el mismo camino si no logra realizar un cambio estructural. No se trata de volver al 2015, ni a 1950, ni a 1910. La meta tiene que ser 2020.
"La sociedad cambia gracias a la ciencia. Todas las ideologías de la segunda mitad del siglo XX ignoraron que la dinámica de la sociedad occidental responde esencialmente a los progresos de la ciencia y no a la lucha de clases o a un hipotético sentido de la historia”, Michel Serres