Me acuerdo la primera vez: fui al Estadio Único con mi viejo, cinco años después de que me rompiera el corazón. En 2001, cuando los Redondos tocaron por última vez en el Chateau Carreras, yo tenía doce años y él se negó a llevarme. Por eso nunca vi al Indio y Skay juntos. Pero aquel sábado de noviembre de 2005, en La Plata, vi por primera vez al pelado prendido fuego en el escenario. No me olvido más: cuando tocó “El Charro Chino”, una bola de espejos se encendió en el centro del campo y 50 mil personas bailamos dance con desparpajo ricotero. Carlos Alberto lo había hecho otra vez: cuatro años después de la separación de los Redondos, se había reinventado para volver a lo suyo.
Desde entonces fui doce veces a ver al Indio. De esos shows guardo algunos de mis recuerdos más felices. La acústica encantadora del anfiteatro de Jesús María; el primer Tandil con mis amigazos Nico y Nico; el doblete demoledor en La Plata; el momento de locura total cuando arrancó con “Jugo de tomate” en el segundo Tandil; la dulce compañía de mi novia y la ilusión de mi hermanito debutante en Gualeguaychú; las montañas, el río y el vino tinto en el segundo Mendoza. Guardo, también, recuerdos no tan gratos: la caminata tortuosa en Junín; lo mal que cantó el Indio en el primer Mendoza, quizás por el viento helado; la salida asfixiante en el cuarto Tandil. Y me quedan las espinas de los que no fui: Montevideo, San Luis, Salta.
Apenas terminó el show en Olavarría, me dije que ese recital sumaría a la lista de los recuerdos olvidables. Nunca la paso “mal” en el Indio: siempre hay algún momento de conexión, euforia, emoción que paga todo lo demás. Aunque esta vez me sentí aplastado por la apatía de la gente. Vi a muchos –demasiados– de brazos cruzados, ojeando el celular, sin bailar, ni saltar, ni reir, ni aplaudir. Ni cantar. Ni las canciones del Indio, ni las de los Redondos. Como si no estuvieran allí por la música; por esas letras, melodías y arreglos que a los ricoteros nos hacen sentir.
Ya lo venía notando desde Mendoza 2013: cada vez hay más gente que está allí por otra cosa. No porque se sientan identificados con la ideología de los Redondos (sí, ideología). No porque vivan los recitales como un espacio de encuentro con hombres y mujeres que comparten sus códigos vitales. No porque depositen en el pelado algún tipo de admiración, fe, amor-odio o lo que fuera. Ellos y ellas van porque el Indio se convirtió en una moda. Porque “hay que verlo antes de que deje de tocar”, como quien dijera “hay que ir a Cuba antes de que muera Fidel Castro”. Porque compran los slogans berretones de la “misa” y el “pogo más grande del mundo”. Porque vieron la entrevista con Pergolini y les re-copó el tsunami humano. Porque les cabe la gedencia ricoteada. Incluso porque ahora resulta que si bancás a Cristina tenes que ir al Indio.
Y entonces se arruinó todo: la moda desvirtuó nuestro pequeño tesoro. De pronto hay 50, 100, 150, 200 mil personas de más en los recitales. Tipos y minas que no comparten el código. Niños ABC1 que no pagan la entrada. Gente mala leche que va a hacer quilombo, como el que le rompió la jeta de un cabezazo a un amigo mientras sonaba "Etiqueta Negra" o los que clavaron a los dos heridos de arma blanca que reportó el parte oficial. Ansiosos que tiran abajo un vallado para salir primeros. Campeones de la ruta que van por la banquina. De todo un poco, pero con una característica compartida: no son los mismos de siempre. No son el público que, hasta ahora, el Indio había logrado contener.
No tengo idea si Solari es penalmente responsable de algo. Supongo que habrá tomado los recaudos necesarios para no quedar pegado si algo malo sucedía. Al momento de escribir estas líneas, aún no estaban claras las causas de las dos muertes, pero en principio no tendrían relación con la supuesta “avalancha” –que yo no vi, aunque no descarto. En todo caso hay que hablar de lo que podría haber pasado. Todos nos asustamos cuando un desconocido desesperado le arrebató el micrófono al Indio para suplicar que nos corriéramos dos metros para atrás. Todos nos preocupamos cuando vimos pasar a los camilleros de Defensa Civil con casco y silbato. Todos nos alarmamos con alguna corrida silenciosa a la salida. No fue una “tragedia”, no fue Cromañón, no fue casi nada de lo que dice hoy la prensa morbosa. Pero podría haber sido.
En todo caso, el peligro estaba presente desde hacía tres o cuatro recitales. No dijimos nada, lo aceptamos. Creo que, desde el punto de vista de la organización, no había demasiado margen para reducir los riesgos. ¿Filtrar gente sin entrada? Terminaba en batalla campal. ¿Poner policía? Terminaba con otro Walter Bulacio. ¿Tocar en un estadio? Intentó hacerlo en el Malvinas Argentinas de Mendoza y las entradas se agotaron en unas horas. No existe estructura infalible para esa cantidad de gente y en ese estado de efervescencia. La única solución es dejar de tocar.
Porque lo que había funcionado para el público genuino dejó de servir cuando hizo su aparición la masa advenediza. Lo que no le perdono al Indio es haber fomentado la moda. Haber alimentado a un monstruo que tiene poco que ver con el leit motiv histórico de Patricio Rey. Haber relajado la premisa acérrima que mantuvo siempre como líder de los Redondos: las que hablan son las canciones. Después de cuarenta años de no dar entrevistas en cámara, ¿qué necesidad de exponerse tomando pastillas para el Parkinson frente a Marito Pergolini? ¿Por qué mostrar en YouTube fragmentos de los shows en HD? Después de tanto celo con la intimidad, ¿qué necesidad de abrir una cuenta de Facebook? ¿Por qué forzarnos a presenciar una pelea pública y envenenada con Skay por las miserias del pasado? Luego de haber convertido en axioma la independencia antisistema, ¿para qué alinearse con una fuerza política? ¿Qué sentido tiene discutir con periodistas en las redes sociales? ¿Para qué hablar y hablar a través de voceros y allegados? Ese no sos vos, Indio. Eso no es los Redondos. Y ahora se terminó. De la forma que ninguno de nosotros hubiera querido. Gracias por todo: mientras duró, me hiciste muy feliz.