En La Rural existen dos mundos paralelos. Dos espacios irreconciliables. Dos realidades incompatibles que volverán a unirse recién a la medianoche sobre la vereda de la avenida Sarmiento. Pero para eso falta. Recién son las siete de la tarde de este lunes feriado y la fiesta crece puertas adentro. Un periodista ligero podría tomar lo que ocurre acá para ponerle color a su grieta, para demostrar que tan segmentada está la sociedad. Pero esta división, en realidad, no tiene ideología ni enfrenta a grupos de militantes pro con fundamentalistas anti. Se trata, en definitiva, de una cuestión generacional. En La Rural, en esa celebración bautizada Club Media Fest, hay fans de los youtubers y hay padres.
Para entender de qué se trata hay que tener en cuenta dos cuestiones. Los youtubers son los ídolos de las nuevas generaciones, provocan en millones de preadolescentes un fanatismo desmedido, similar al que genera una estrella de rock o el 10 de la Selección. El otro tema es que a esta convención no pueden entrar menores de 16 años si no están acompañados de un adulto. Entonces ocurre: miles de niños en estado de alteración permanente disfrutan a pleno esas dos jornadas que estuvieron esperando durante meses, mientras cientos de padres padecen la peor tarde de sus vidas. Durante ocho horas el griterío y la excitación conviven con el tedio y el fastidio. Por cada arrebato de exaltación, una mueca. Por cada alarido, un bostezo.
Los dos pabellones de La Rural habilitados para el público son la síntesis. En el sector más grande los youtubers desfilan por el escenario. Algunos cantan, otros actúan, la mayoría ofrece monólogos estilo stand-up. Hay luces, una obstinada música electrónica que obliga a hablar a los gritos y una pantalla gigante que amplifica cada gesto. Abajo, el delirio. Los chicos responden cada frase con gritos. Pasión en estado puro.
-¿Se están divirtiendo?
-¡Síííííííí!
-¿Me prometen que hoy mismo todos se van a suscribir a mi canal de youtube?
-¡Síííííííí!
-¡Gracias, Argentina!
-¡Síííííííí!
En el otro pabellón, los padres. Y la paciencia de los padres. Hay un mínimo escenario por el que pasan ignotas bandas pop. Hay, también, puestos de comida, mesas para pocos y sillas para algunos. Quedan, entonces, dos opciones: estar parado o sentarse en el piso. Los previsores trajeron libros. La mayoría tiene la mirada clavada en la pantalla del celular, a ver si de una buena vez el aparato agarra señal. El tiempo pasa lento como en un truco de René Lavand. Para comer hay que hacer una cola de no menos de veinte minutos. El menú más económico: una gaseosa y una hamburguesa tan dudosa como la que venden en la cancha de Riestra cuestan 75 pesos.
Los molinetes de entrada al predio es el sector de las quejas. Un muchacho ingresa con sus dos hijos, uno en silla de ruedas. Dice que está agotado. “Desde que saqué la entrada vengo preguntando si hay un sector reservado para discapacitados, pero nadie sabe nada”, explica. Después de hablar con uno, con otro y con otro, lo derivan: “Ves aquél pabellón, entrando a la derecha”. Aquel pabellón es donde está el escenario, y entrando a la derecha solo hay baños químicos, algunos puestos de comida y otro de merchandising oficial. El muchacho entra tan resignado como molesto: “Me gasté dos lucas en entradas y si quiero llevar a mi hijo al baño ni siquiera tengo dónde dejar al otro”.
Otro grupo de padres reclaman por algo que todos conocen como “los paneles”. Se trata de un pequeño salón con butacas para cuatrocientas personas por donde pasan los youtubers para hablar con los fans. Los pibes les pueden hacer preguntas y, los más afortunados, hasta sacarse una foto. Es la única opción para verlos de cerca. “Para conocerlos”, definen. La cuestión es que los padres se quejan porque pagaron los 700 pesos que costó cada entrada VIP con la promesa de que sus hijos tenían garantizada la entrada a “los paneles”, pero es imposible. Después de hacer más de dos horas de cola, se quedaron afuera. “¡Vendieron más entradas que la capacidad que tiene el lugar!”, es el reclamo.
Los pibes, por supuesto, están ajenos a esos padecimientos paternos. Ver a Luzu organizar un juego de preguntas y respuestas con otros youtubers es suficiente. Ver a Vegetta y a Willyrex hacer en vivo un video como los que suben a youtube es demoledor. Ver al El Rubius en el rol de DJ es el éxtasis. Nada de lo que ocurre acá es moderado. Todo se potencia con el volumen de la música y con esos alaridos de pibes y pibas que no superan los quince años. Porque tampoco no importa demasiado lo que hagan arriba del escenario: los rockstars generación 2.0 provocan una entrega incondicional. “¡Es la mejor noche de mi puta vida!”, grita El Rubius cuando cierra la primera noche. Y también sea, probablemente, la mejor de cada uno de los 90 mil pibes que pasaron por La Rural.
(*) Periodista del diario PERFIL, especial para Perfil.com