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Balada del hombre flaco

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“Julio Ramón era como Harrison y Vargas Llosa es como Paul McCartney”. El que dice esta frase es el sobrino y ahijado de Ribeyro. Todos conocen a Vargas Llosa, porque es Premio Nobel, porque es un escritor inmenso de una obra muy grande y versátil, porque es un protofascista que habla todo el tiempo de igualdad y libertad, porque intentó ser presidente del Perú y porque tiene, en las fotos, una sonrisa conejil brillante, blanca. Es un poco más guapo, pero sería casi un Pynchon moreno, aunque nada secreto. El caso de Julio Ramón Ribeyro es diferente. Una celebridad en Perú, donde sus libros pasan de mano en mano entre los estudiantes, los periodistas y los jóvenes escritores. Un hombre que fue, en vida, muy delgado y que padeció muchas operaciones y estuvo por morir varias veces antes de morir de verdad y que no paraba de fumar y fumar para que pasaran los días. ¿Pero qué son los días? ¿De qué material están hechos? ¿Y cómo los llenamos? A algunas de estas preguntas se enfrenta el biógrafo cuando tiene que construir, como si moviera el cubo de Rubik, la vida ajena. La sentencia que inició esta columna, del ahijado de Ribeyro, está en la parte final de un libro delgado, de Daniel Titinger –curado por Leila Guerriero– que acaba de editar la Universidad Diego Portales. No es una biografía extensa, no tiene esa intención, es un retrato a lápiz, un boceto coral con las voces de los seres que compartieron algo de su vida con el hombre transparente. Es un libro que se lee de un tirón y que hace que reflexionemos sobre nuestra vida, sobre nuestros percances y que vayamos corriendo a releer los libros del extraordinario escritor peruano. La prosa de Ribeyro es precisa. En sus relatos –tiene novelas, pero no son lo mejor– no deja nunca de tener el control. Pero consigue que no lo notemos: es como cuando Luke Skywalker consigue dominar la Fuerza y hace que todo y todos se muevan a su antojo. Como no fue vanguardista, nunca envejeció en su escritura. Y sus temas ponen el ojo en los hombres mediocres, pobres, en la gente que sale al costado de la foto, en esa chica a la que hostigaban en el colegio pero ya nadie recuerda, en esa chusma que, como decía Timoteo Griguol, “van a salir campeones de la concha de su hermana”. Fue, como escribió Alejandro Zambra, un orillero del boom, del que no participó no sólo porque sus cuentos no daban la talla para ser bendecidos por Carmen Balcells, sino que tampoco mostró muchos deseos de ser conocido y, por lo que cuentan sus biógrafos, sólo se limitó a escribir relatos hermosos. “Harrison tenía un talento excepcional, y sin embargo no le gustaba la exposición”, le dice el sobrino a Titinger y le muestra videos del Beatle para corroborarlo. Unas páginas antes, un fotógrafo que lo conoció en París cuenta el sitema de escritura de Ribeyro, quien solía escribir en su escritorio de la oficina de la Unesco, donde trabajaba: “Su escritorio tenía seis cajones. Apenas escribía algo lo ponía en el primer cajón. Un mes después volvía a leerlo y si aún le gustaba pasaba al segundo cajón. Un mes más tarde repetía el mismo ejercicio y si todavía le gustaba –lo cual era raro– lo guardaba en el tercer cajón. Y así hasta llegar al sexto cajón y era, entonces, publicable”. Algo similar es el sistema de chupar piedras que se propone Molloy, el personaje de Samuel Beckett, pasándolas de un bolsillo a otro y por su boca: “Mírenme bien. Saco una piedra del bolsillo derecho de mi abrigo. La chupo, la dejo de chupar, la guardo en el bolsillo izquierdo de mi abrigo, el vacío (de piedras). Saco una segunda piedra del bolsillo derecho de mi abrigo, la chupo, la guardo en el bolsillo izquierdo de mi abrigo”.
Ribeyro escribió también un libro inmenso: su diario, titulado La tentación del fracaso. Al igual que Witold Gombrowicz, Ribeyro es un maestro del diario. Hace que esta forma de escritura se vuelva fresca, intensa. Como el falso conde polaco, consigue que el diario –Gombrowicz con sus bravuconadas, Ribeyro con su bajo perfil– no sea una impostura, no se lea como el de una celebridad que considera lo que le sucede algo central para la raza humana y sin embargo… cuando lo leemos sentimos eso: que ese hombre es uno de los nuestros, alguien que, como las figuras de Alberto Giacometti, salen de la oscuridad, pasan por la luz y regresan a la oscuridad.