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Debajo del mar

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A principios de los noventa, Martín, mi amigo rapado, a quien desde entonces se le pegó el apodo de El Calvo, me habló de un show raro de unos tipos que se colgaban de sogas y volaban y se te venían encima con ganas de pegarte. Uno de esos espectáculos que siempre preferí evitar porque la más mínima chance de que me hagan participar los magos y los payasos ya me daba un pánico primario, entonces menos me iba meter en un lugar oscuro para que me amenazaran unos mutantes voladores con borceguíes. Rechacé la invitación. Eran los comienzos de La Organización Negra, que después fue De la Guarda, que desarrollaron más adelante espectáculos como Villa Villa y ahora Fuerzabruta, popularizado tras los festejos del Bicentenario. Pasaron veinte años. El Calvo tiene pelo y vive en Estados Unidos. Tarde pero seguro, le quiero agradecer que haya querido llevarme. Quizá no era el momento. Quizá yo necesitaba que el espectáculo decantara un poco en su agresión al espectador y se volviera más plástico y volcado a la belleza visual. Quizá yo también cambié y a los cuarenta la idea de que me partan en la cabeza una plancha de telgopor con papel picado ya no me asusta tanto. Tengo que decir que Fuerzabruta me impresionó y me despertó de un letargo audiovisual donde ya todo me daba lo mismo. Me sentí un poco violentado, pero me vino bien. Entendí que la experiencia urbana se puede agigantar, exagerar, volver pesadilla dinámica flotando en el espacio. El teatro se puede parecer a los sueños, con mujeres temibles corriendo sobre mares verticales. Sobre el blindex que nos separa del mundo hay un mar de sirenas furiosas. Está ahí, lo podemos tocar. No sé cómo explicarlo mejor. En Fuerzabruta hay carnaval y belleza estroboscópica.